La Muerte Flotante

José no soportaba más. Sentía que  las paredes comenzaban a arrastrarse hasta acercarse hasta él todo lo posible. Su cercanía lo asfixiaba, le impedía respirar, le daba sensación de encierro… Y recordó que efectivamente, estaba encerrado por órdenes del doctor de a bordo.

Antes de zarpar se les había advertido que deberían cumplir la ruta en el tiempo estipulado. De lo contrario, se arriesgaban a que las autoridadades gubernamentales de aquel país impidieran desembarcar a sus pasajeros. Se trataba de una misión contra el tiempo. La peste se había extendido por todo el globo terráqueo. Las escenas de la televisión parecían alarmistas: imágenes de hospitales atestados de pacientes, otros tantos conectados a máquinas de respiración artificial, decenas de cuerpos yaciendo en los patios interiores de los hospitales, las gruesas y feroces columnas de humo blanco ascendiendo velozmente desde las chimeneas de los hornos crematorios del país, que trabajaban a toda velocidad para reducir los cuerpos a cenizas lo más pronto posible, en un gesto algo histérico de la gente por verse libres de todo rastro y todo resto humano que pudiera traer consigo la decadencia de la peste: la lenta putrefacción interna de varios órganos, la incapacidad muscular; y sobre todo, la angustiosa necesidad de respirar con los pulmones congestionados, dando la impresión de una asfixia permanente.

De la misma aterradora forma que se manifestaba la fiebre que desembocaba en la meningitis, con los dolores musculares, los escalofríos y la fatiga, la pérdida de apetito y los temblores que en algunas ocasiones los galenos improvisados de internet confundían con un muy fuerte resfriado, de la misma forma esta peste causaba daños irreversibles, después de asolar al cuerpo y destruir sus defensas hasta dejarlo indefenso al ataque de cualquier infección. Los menos afortunados sobrevivían hasta hoy en día con una media vida de arrastrar malestares crónicos que los incapacitaban para desarrollar cualquier clase de actividad física no digamos fuerte, sino apenas algo agitada. Los más afortunados se morían.

Y la fortuna sonrió a uno de los pasajeros del crucero que surcaría el Golfo. Ello, después de que se reportara a la tripulación que la peste había venido con uno de sus pasajeros, quien había tenido contacto con varios de ellos. Se trataba de un hombre mayor con un gran entusiasmo y saludable apetito por las mujeres, y que no había perdido la oportunidad de manifestarles sus intenciones. Por ende, antes de desfallecer casi ahogado por la falta de aire en el baile de fin de semana, ante el azoro y espanto de la gente que lo vieron revolcarse en el suelo con el rostro violáceo y los ojos saltones por la falta de oxígeno, decidieron que había la necesidad de ocultar el evento cuando tocaran puerto.

Mas ello fue imposible: las autoridades portuarias estaban obligadas a aplicar la prueba, y como era de esperarse, varias personas estaban infectadas. A la nave se le impidió que desembarcara alguien. Nadie podía abandonar la nave. Las súplicas del capitán, quien repetidas veces se había intentado comunicar con sus jefes sin obtener respuesta,  fueron sólo atendidas a medias: él había ofrecido que se llevaría de vuelta a los infectados. Pero las autoridades portuarias no cedieron un ápice en su prohibición: nadie iba a tocar tierra. Se les proporcionaría el combustible, los víveres y adicionalmente grandes cantidades de máscaras desdechables para protección de los pasajeros, pero nadie podía desembarcar.  Aquello, aunado a la devolución de dinero que haría la empresa al no haber cumplido con la ruta, eran pérdidas que el capitán y su tripulación deberían afrontar.

Las nuevas normas para viajar en el crucero fueron terminantes: nadie iba a salir en determinadas horas del día de su camarote: ni pasajeros, ni tripulación. Toda salida al exterior debería ser con máscara. La distribución de alimentos se convirtió en una digna de una barraca de soldados, con turno, filas y trastes propios (a cuenta de la empresa del crucero, con el fin de que los ayudantes del cocinero tuvieran que tocar trastos de personas infectadas). 

La gente estaba harta de estar surcando las aguas, y más ahora que los eventos habían sido cancelados, y que de un golpe habían pasado a ser de viajeros en clase preferente en un viaje de ocio y diversión a ser simples tripulantes de una nave silenciosa, casi siniestra a la hora del mediodía, cuando el sol pegaba más fuerte y no se veía a nadie caminar por la cubierta ni a babor ni a estribor. Los destellos solares que rebotaban en las superficies cromadas de la baranda de protección en la cubierta daban la impresión de espejismos animados que se deslizaban a medida que se andaba. Y a veces la sombra ominosa de uno de los oficiales a bordo, con gafas oscuras y máscara se aparecía para urgirles que regresaran a sus propios camarotes. Era difícil pensar qué era más aterrador: los brillos que silenciosamente parecían recorrer la cubierta, como apariciones brillantes, o la sombra abrupta de los oficiales sin rostro… Pero al menos, los oficiales eran seres humanos. Los reflejos del sol eran otra cosa. En medio de esa soledad y silencio -pues nadie sentía ganas de escuchar música-, ver las brillantes reflexiones solares desplazarse junto a uno era algo digno de asemejarse a las pesadillas diurnas de los desiertos del Sáhara, o a la Zona del Silencio en Chihuahua: los reflejos adquirían las formas de seres humanos, de criaturas animales imposibles… Y el andar sospechoso, desonfiado y temeroso de los pocos seres humanos que caminaban por la cubierta, como si temieran encontrarse a otras personas de frente, hacían que el ambiente de tensión en el crucero «Fobétor» poco a poco se convirtiera en irrespirable. 

Las horas se hacían largas para José. De por sí, el ingeniero mecánico de a bordo no era una persona demasiado positiva. Pero el impedimento para buscar ese desahogo momentáneo que implicaba el trago cada fin de semana en el crucero le hizo aún más insoportable el encierro en el camarote. El tiempo de ocio en aquel lugar le hacía desear la inspección diaria de las máquinas, y retardarla todo lo más que se pudiera. Sin embargo, cuando ésta concluía, debía regresar a su barraca. Algunos de los pasajeros se habían insurrectado de tal modo, que los oficiales de a bordo habían tenido la necesidad de ejemplificar con uno de ellos hasta dónde estaban dispuestos a llegar si alguien no se avenía a cumplir las órdenes de permanecer encerrados: tuvieron que exhibirlo con las esposas frente a los pasajeros antes de reconvenirlo ante el capitán, y aunque evitaron que tuvieran que ponerlo a resguardo en el separo, únicamente por desobedecer la orden de encierro a las 18:00 horas hasta el día siguiente, era necesario que los pasajeros vieran qué era lo que les esperaba si se indisciplinaban. El pasajero había estado deambulando hasta las 18:15. Ése había sido su gran crimen…

José sabía que a pesar del privilegio de que gozaba al considerársele parte del personal de la tripulación, estaba sometido a las órdenes generales, so pena de que a él, quien no gozaba de la misma blandura que se le dispensaba a los pasajeros por el simple hecho de ser clientes, se le aplicara la misma pena de ser encerrado en el separo.

Sin embargo, tal vez eso era lo de menos.

En las pocas ocasiones en que había podido atisbar por el diminuto ojo de buey de su camarote, había podido percatarse de un peculiar fenómeno: todas las tardes, a la misma hora, un pasajero se apostaba junto al barandal de proa a estribor. Siempre en la misma posición, y con la misma pesada vestimenta… O lo que creía que era una vestimenta. Tan sólo alcanzaba a percibir una sombra profunda que se recortaba contra el brillante disco solar y sus destellos en la cubierta del barco. Una sombra que, de forma inusual, en vez de percibirse con una vestimenta algo más ligera para soportar el calor, iba vestido con una larga gabardina y un sombrero… O al menos, eso parecía. En verdad, desde el ojo de buey del camarote no podía percibirse claramente sino una sombra ataviada con ropas largas y un sombrero.

A continuación, José se sumergió en sus pensamientos: una peste mundial. Ni en sus sueños se le hubiera ocurrido imaginarlo. Parece que eso hubiera pillado desprevenido a todo mundo. Algo inesperado, algo impredecible, algo que por no estar dentro de la lista de posibles catástrofes, nunca habría pensado en prever: para un terremoto puedes seguir ciertas normas con el fin de sobrevivir, puesto que ahora ya existía la tecnología con la cual podía saberse con cierto tiempo de antelación cuándo iba a ocurrir; lo mismo un «tsunami» o incluso algunos ciclones, sin contar los «monzones». Pero una peste… Una enfermedad tan volátil como un resfriado y que, pareciéndose a éste, era letal si se descuidaba. Y nadie podía saber a ciencia cierta si lo que tenía era un resfriado o bien la enfermedad. Eso no podía preverse. Nadie pudo hacerlo. Y a todos les había cambiado la vida.

José pensaba que la vida en los cruceros le deparaba muchas más expectativas de emanciparse de su familia. Sin embargo, con sus poco más de veinticinco años cumplidos, la carrera recién terminada y grandes expectativas de posgrado, había visto esfumarse en un santiamén todas las posibilidades de su existencia. Un título y juventud no eran nada en un mundo asolado por una enfermedad que, de no controlarse en tiempo, sin duda provocaría la extinción de esas personas que le debían a José un buen puesto de trabajo que le permitiera forjarse un futuro promisorio. Después de todo, él lo merecía, ¿o no?

La peste le enseñó en poco tiempo que esa fragilidad que se erigía en su inconformidad, su manifiesta incomodidad con todo y con todos, no eran sino sólo muestras de su fragilidad, de esa necesidad de reconocimiento que provenía de los demás, y de esa incapacidad de enfrentar cosas tan duras como las que ahora les obligaba la enfermedad. Mas, ¿quién lo iba a reconocer en un mundo muerto y desierto, donde nadie tenía muy en claro cuáles eran las cifras oficiales y qué tan ciertas eran? ¿Realmente la gente estaba muriendo como moscas, o sencillamente era una exageración de los líderes de las naciones para obligar a sus ciudadanos a encerrarse?

Cada teoría de conspiración era tan buena como cualquier otra, y estar repasando esas posibilidades iba poco a poco haciendo que el cauce de la razón de José fuera poco a poco desbordándose con tales pensamientos. Y de tanto pensarlo, y con tan pocos estímulos que le ofrecía el pequeño mundo en que estaba encerrado, pensó que tal vez el extraño de la gabardina podría tener la respuesta que estaba buscando. Dentro de su mente turbada por la velocidad con la que se produjeron los acontecimientos por los cuales estaba encerrado, le parecía perfectamente lógico que el extraño hubiera aparecido en esas circunstancias. 

No había podido comentar eso con nadie. Y de todos modos, a nadie habría podido decirle: los oficiales rotaban sus guardias con el fin de que los pasajeros no pudieran sobornar a los de un turno: de ese grado era la tensión que existía entre las autoridades del barco y los pasajeros, entre los pasajeros mismos y los tripulantes. Aislados como estaban, nadie podría saber quién era uno de muchos pasajeros de la nave con una vestimenta tan particular en una hora donde ciertamente el sol amenazaba con hacer hervir el acero de la baranda de proa, ¡y el extraño se apoyaba con las manos desnudas confiadamente!

¿Podría intentar acercarse a él? Estudió hasta el detalle la hora en que el sombrío individuo se proximaba siempre al mismo lugar en proa y a estribor. Cuánto duraba ahí, contemplando el pausado oleaje del Golfo, como si esperara algo. Al hacerlo, también supo la hora exacta en que podría salir sin ser visto por los oficiales.

Y así, se dispuso, con toda discreción, a encontrárselo.

Le turbaba la forma en que sus pasos resonaban en la superficie de la cubierta. Pensaba que éstos alertarían a la tripulación. Pero a medida que avanzaba hacia el extraño, cobraba mayor valor al aproximarse. La zozobra y la incertidumbre lo estaban matando. Su fragilidad manifiesta debido a que sumundo entero parecía desmoronarse era más importante: ¿qué pasaría si ya no podían hacerse cruceros de placer? ¿Qué sucederia si su ingeniería en motores ya no era requerida por naves para viajes por causa de que la gente ya no iba a viajar?

Otro paso.

— Buenas tardes…

Nunca había pronunciado un «buenas tardes» como ése. Como si en ese sencillo saludo hubiera concentrado todas esas preguntas que para él representaban la vida o la muerte tal como él las conocía hasta antes de estar encerrados en el barco.

El extraño volteó.

José sintió como si una cosa fría y viscosa se apoderara de él cuando miró en el fondo de sus ojos negros e inexpresivos…

Al día siguiente, nadie supo cuál había sido la razón por la cual hallaron a José ahorcado. Se habló de un suicidio. Pero en realidad nadie estaba seguro. Si no era eso, entonces además d ela enfermedad habría otro terror que enfrentar: el de un  asesino…

La Muerte flotaba entre ellos: algunos pasajeros contagiados de la Peste se estaban asfixiando, pues el Crucero carecía de medios para proporcionarles el oxígeno que les hacía falta… El mismo oxígeno que José había renunciado aseguir respirando.

Es posible que fuera sencillamente la depresión de José… Pero hasta ahora nadie sabe qué fue del pasajero de la gabardina y el sombrero, que recorría la cubierta hasta mirar al horizonte en la proa a estribor, como si pudiera ver más allá del futuro que ya no tenía la humanidad…

#LosCuentosDel Cuervo #LaOctavaPlaga

Miedos Nocturnos

Un viento helado abrió la ventana de su cuarto… Se levantó a cerrarla.
Los golpes en el cristal de la ventana lo despertaron… Pero sabía que era imposible que alguien tocara su ventana en el quinto piso.
Cuando oyó su voz, supo que su nictofobia sí tenía justificación…

La Puerta Abierta

Cuando cerró la puerta, supo que todo había terminado. No volvería a verla como era antes… Y lloró amargamente mientras un río de sangre manaba desde el interior…

I.

La forma en que la hermosa Jacqueline conoció a Enrique fue por demás providencial para ella: le habían encargado un trabajo de historia que, por su habitual indiferencia hacia todo lo relacionado con cosas viejas, se le hacía imposible realizar si no obtenía ayuda. Y le bastó sólo simular un poco de interés en la Revolución Mexicana y en reconocer con entusiasmo exacerbado los conocimientos de Enrique para conseguir que él le hiciera el ensayo requerido. Cualquiera podría pensar que Jacqueline le había coqueteado, pero si así fue -pues nadie estuvo ahí para comprobarlo- habría tenido muy poca necesidad de ello: además de que es un secreto a voces saber que para granjearte el favor de un varón sólo debes alabar sus cualidades -y es preferible que sean las intelectuales o bien las físicas si son éstas últimas en las que destaca-, a Enrique le entusiasmaba sobremanera la Historia, y por obtener el pretexto para embarcarse en un proyecto relacionado con ésta, le hubiera redactada el trabajo hasta a su peor enemigo, con el fin de investigar algún hecho histórico.

Y quizás por esta afición -que se convirtió en su «modus vivendi», debido a que por ella había obtenido una gran plaza de investigación en la Universidad- finalmente halló el camino a la cama de Jacqueline. Después de todo, como buen investigador, tenía una idea de los roles sexuales durante la evolución del comportamiento humano. Y sabía qué hacer y qué no para seducir a una mujer como ella.

Para Jacqueline, la relación con aquel muchacho cuya apariencia en nada desmerecía el estereotipo de los «nerds» o «geeks» era lo más reconfortante que había vivido hasta ese momento en su vida: después de soportar el ninguneo de los «galanes» , los que acostumbraban exhibirla como artículo de lujo por la calle, y que se arrebataban y peleaban -literalmente- por subirla a sus coches, Enrique había resultado ser lo mejor persona que ella había conocido. Por ello, no fue extraño que la relación perdurara, y que en cosa de unos pocos años anunciaran la intención de casarse. En realidad, para Jacqueline la relación significó, de manera importante, una esperanza. Ella venía huyendo del círculo de patanes drogadictos de su entorno -y no nos referimos a que ella viviera e un entorno desprovisto de condiciones económicas favorables, sino todo lo contrario-. Haber encontrado a Enrique, quien además de su comprensión y afabilidad le garantizaba una buena perspectiva, era para ella un Edén.

A Enrique le impresionaban menos las cualidades físicas que enloquecían a los que se comían a su esposa con los ojos. Prefería admirar en ella la docilidad con que ella se conducía: era de esa forma en que Jacqueline respondía la atención y ternura que le prodigaba Enrique.

Por supuesto, estas condiciones de vida, además de ser ideales, parecen poco reales, ¿no es cierto? Sin embargo, justo es esto lo que necesitamos saber por ahora. Además, fantasear un poco con que las cosas le van bien a una pareja no hace mal, de vez en cuando.

II.

Nada hacía pensar que realmente algo fuera mal en el matrimonio del Historiador en Jefe del Departamento y su esposa. De hecho, las cosas iban muy bien. Habían acordado que cada uno podría tener la confianza y la discreción de parte del otro como para permitirse tener sus propios asuntos privados: él, por ejemplo, no se había preocupado por asignarle ninguna contraseña a la Lap-Top con la que trabajaba en casa, y ella no le ponía reconocimiento de huella digital a su dispositivo cuando estaba en la casa. Ambos sabían que ni ella iba a revisar ninguno de los archivos de su computadora, y él no iba a revisar nada en el dispositivo móvil de Jacqueline. Enrique había insistido en que de ese modo, las cosas marcharían mejor. Ya he dicho que a él no le impresionaban tanto las cualidades físicas de Jacqueline -que no eran pocas ni despreciables- como la comprensión y buena disposición de su esposa.

Sin embargo, el único misterio en la vida de su esposo era el sótano.

Cuando habían llegado a esta casa, aparentemente él ya había tenido tratos con el agente de la inmobiliaria desde hacía meses, así que cuando llevó a Jacqueline a vivir, todo ya se hallaba arreglado y listo para habitarse. Habían dado una vuelta a la casa, y cuando ella se percató de que el sótano estaba cerrado, preguntó qué había ahí.

⁃ Mi hermosa Jacky, ¿recuerdas lo que te he pedido antes?

⁃ ¿Te refieres a nuestro pacto de confianza?

⁃ Sí, mi vida: tengo almacenados ahí ciertos objetos históricos de gran valor. Por su naturaleza, no desearía que los vieras. Supongo en que confías que te estoy diciendo la verdad.

⁃ Sí, pero… Bueno, está bien. Supongo que tú sabes mejor eso…

Por un tiempo, Jacqueline se contentó con hacer caso omiso de la puerta que conducía al sótano. Pensaba que entre menos la viera, menos le apetecería satisfacer su curiosidad. Y en una forma admirable, logró por bastante tiempo vencer su natural curiosidad humana fingiendo desdén por quién sabe qué trebejos que tuviera su marido en el piso inferior.

Sin embargo, las dudas llegaron de todos modos. Una vez que escuchaba a una de sus amigas hablar sobre un zafarrancho que se había producido con su pareja en torno a la negativa de su marido a mostrarle la galería de fotos de su teléfono celular:

⁃ …Entonces le dije: «si no hay nada malo, ¿porqué no me enseñas?».

Jacqueline sintió que lo que su amiga decía sonaba bastante correcto: cuando no hay nada qué temer, o algo malo, no debería ocultarse.

Aunado a esta idea que germinaba con la velocidad del bambú -que es la planta que crece más rápido en la Tierra-, Jacqueline observó que en momentos en que su marido pensaba que estaba solo, él pasaba tiempo en el sótano, y sólo emergía de él al sentir o al escuchar que Jacqueline había vuelto a casa.

⁃ ¿Porqué te gusta ver esos objetos, si dices que son de naturaleza inconveniente?

⁃ Jacky…

⁃ Si no tienen nada de malo, ¿porqué no me enseñas?

⁃ ¿No tenemos un acuerdo, Jacky…?

⁃ Sí, pero… ¿No crees que eso es llevarlo demasiado lejos, Enrique? ¿Tú crees que no me inquieta algo el ver cómo te haces de delito al bajar a ver eso que tienes allá abajo?

⁃ Jacky, ¿te he hecho mal con eso?

⁃ No, pero…

⁃ ¿Te produce problemas? ¿He cambiado en mi forma de ser contigo?

⁃ No, pero…

⁃ ¿Realmente me crees capaz de hacer algo malo?

⁃ ¡Enrique!

Y con el grito de Jacky, ese día se terminó la conversación. No le dirigió la palabra en todo el día.

III.

Las discusiones se tornaron más agrias, y aunque no tuvieran qué ver con lo que guardaba en el sótano, ambos sabían que ése era el motivo de que su relación, otrora tan idílica, se hubiera vuelto un infierno: Enrique comenzó a cuidarse cada vez más de ocultar a Jacqueline sus excursiones al piso inferior. Y ella se ponía cada vez más agria y ahora insistente e conocer las actividades y las cosas que se ocultaban en ese lugar. Parecía que se estaban vigilando. Y cuando ella creía que él iba a ceder, él se arrepentía y cancelaba la posibilidad. Se sentía como en esas parejas en donde creen que permitiéndose ser infieles a sabiendas no tendrán problemas con los celos.

Entonces, Jacqueline decidió conseguir un cerrajero.

Cuando lo despidió, después de haberle fabricado un par de llaves para acceder al sótano, Jacqueline decidió no esperar demasiado: bajó por las oscuras escaleras con una linterna recargable de luces Led. Encontró un interruptor, y ante ella aparecieron una serie de instrumentos que no entendía bien de qué se trataban. Pero reconoció uno de ellos, que se hallaba al fondo del pasillo, por el aspecto siniestro de los picos que lo recubrían.

Era un sillón de interrogatorio de la época de la Santa Inquisición, uno de esos ejemplares que, siendo hechos completamente de metal, podía calentarse al rojo vivo mientras los picos hendían las carnes del condenado…

IV.

Por varios días, ella eludió hablar del tema. Y se sintió aliviada al ver que él tampoco mencionaba nada. Pero le estremecía la idea de pensar que hiciera algo allá abajo con aquellos instrumentos cuyo aspecto era más feroz en tanto que no sabía para qué servían varios de ellos. Pero la presencia amenazante de los mismos era suficiente como para hacerla estremecerse cuando los recordaba ¿Le habría hecho algo a alguien? ¿Acaso él le daba uso a esos instrumentos…?

Un día en que no durmió -pues desde entonces su sueño había empeorado-, ella creía encontrarse sola en la casa. Pero pudo ver que la puerta del sótano estaba abierta.

Entró. En vez de encender la luz eléctrica, pudo ver que su marido había dispuesto una serie de pequeñas antorchas que le daban un aspecto aún más siniestro a ese espacio que nunca había podio imaginar que existiera en su casa.

Ahí estaba él, en un sillón de cuero, a la usanza de la época.

⁃ ¿Qué haces?

⁃ Observo… Miro… Me imagino cómo sucedieron las cosas en aquella época.… Es como si viera una película… Y me pierdo contemplando estos instrumentos como si tuvieran el poder de traer imágenes… Pero eso ya lo sabes tú: tú ya habías venido aquí.

⁃ Yo… No…

⁃ Jacky… -Respondió, silabeando y con una voz aterciopelada y distinta a la suya propia- Si no hubieras venido antes, me habrías preguntado: «¿Qué es esto?». Yo dejé la puerta abierta, para que conozcas el último secreto que no me permitiste guardar.

⁃ Enrique…

⁃ No digas más: te quejabas de que no te daba confianza: yo te la daré ahora. Ven…

La condujo a un sitio ubicado en un rincón, donde un ataúd enorme con un relieve en el que se reproducía la forma de una mujer estaba en posición vertical.

⁃ No quería que vieras esto, porque pensarías inmediatamente que estaba enfermo, o algo así. Siempre he sentido la fascinación por la forma en que se ejerce la crueldad: de dónde viene, porqué la ejercemos, cuál es el sentido… Y medito en todas estas cosas… Y para que no te inquietes, te diré que tú eres la única persona que ha bajado aquí ¿Sí me crees, verdad?

Jacky lo miró, y su asentimiento tardó segundos en llegar. Estaba demasiado sorprendida.

⁃ Me lo imaginaba. Sé que no podrás creer en mí. Tendría que haberte explicado esto. Pero temía perderte…

⁃ Enrique, podemos…

⁃ ¿…Buscar ayuda? ¿Es lo que vas a decir?

⁃ Bueno…

⁃ Mira: en el interior de este ataúd… -Y la tomó de la mano súbitamente-…se le llamaba «La Doncella de Hierro». Te explico todo esto para que me entiendas… Entra…

Jacqueline, más asustada que otra cosa, decidió seguirle la corriente por el momento, y dócilmente entró en el sarcófago del frío y amenazante metal.

⁃ ¿Quién podría tener la voluntad de cerrar la puerta de este sarcófago, cuando en la tapa estaban dispuestas las navajas que, dependiendo de la habilidad del verdugo, podrían sólo matar o bien servir como tortura a una persona, cuando se colocaban de tal manera que no atravesaban órganos vitales? ¿Qué clase de personas…?

Con un movimiento enérgico, Enrique cerró la puerta del sarcófago… Y cuando cerró la puerta, supo que todo había terminado. No volvería a verla como era antes… Y lloró amargamente mientras un río de sangre manaba desde el interior…

⁃ ¡Yo te diré! ¡Las personas que cedieron a su naturaleza salvaje como yo! ¡Si supieras cuántas veces me pregunté aquí si yo podía ser capaz de hacer lo mismo que las bestias de inquisidores hacían en siglos pasados! ¡Quería responderme yo solo esa pregunta, pero tenías que saberlo todo! ¡Yo, que te amaba tanto y que perdí así tu confianza! Y por eso tuve que cerrar la puerta… Porque nunca más íbamos poder ser felices… Sólo teníamos que seguir confiando cada uno en el otro, Jacky… Mi vida…

Alguien puede pensar que Enrique había cerrado la puerta. Pero en realidad, había dejado la puerta abierta a otras cosas…

A La Hora de tu Muerte…

«A la hora de tu muerte

los mirlos no dejarán de cantar;

no se eclipsará la luna,

no todos llorarán…

Nadie vendrá en tu ayuda.

Y cuando te vayan a enterrar,

ni el mundo se detendrá,

ni las flores se secarán:

a la hora de tu muerte

sencillamente… Tú te marcharás…»

Ésta era una mujer como muchas que alguien pueda conocer en su vida… Las historias más elocuentes suelen comenzar con los personajes más impensados. No sé si ésta sea una de esas historias, pero sí sé que nadie más impensado para una historia elocuente que esta mujer, así que…

Se dice de algo elocuente que tiene la facultad de hablar o escribir para deleitar, conmover o persuadir. Y sin duda, Jennifer no parecía ser de ese tipo de mujeres que se caracterice por hablar demasiado; y parece que tampoco su vida podría ser nada menos importante como para deleitarnos o conmovernos: aunque el nombre de Jennifer significa que es «de gran espíritu», uno podría pensar que en realidad de ese «gran espíritu» ya no le quedaba mucho para el momento de nuestra historia: la vida dura que había vivido hasta ese momento no le hacía tener mucha fe en el futuro. Era una campesina atada a los quehaceres diarios y a la costumbre; a los dolores de sus manos ateridas por los cambios de temperatura entre el agua fría para lavar las prendas y la manipulación de los ardientes cacharros en los que cocinaba para su marido y sus hijos; a los dolores de espalda por acarrear la leña necesaria para dormir sin despertar por los correntones de aire frío que se deslizaban por el bosque en aquella fría región ; al dolor del arco de sus plantas por el acarreo de viandas y la ayuda que brindaba a su marido cuando comenzaban a cosechar, y cuando sembraban. El sueño no era más una especie de oscura transición inconsciente sin descanso entre el día anterior y el siguiente.

No era extraño, pues, que en más de una ocasión, hubiera externado en forma de amargo lamento, la forma en que vivía. En una de esas ocasiones, cargando un haz de leños -que además de prácticamente romperle la espalda le dejaba cárdenos en la espalda por causa de la forma irregular de las ramas-, Jennifer se vio obligada a descansar y dejar su carga en el suelo por un instante, mientras lanzaba un quejido que, por casualidad, oyó una joven de negro cabello y piel muy pálida que andaba por el mismo sendero.

⁃ Señora… ¿Se siente bien?

⁃ Ah… Sólo me cansé un poco…

⁃ ¿No quiere que la ayude?

⁃ Gracias… No estoy lejos de mi casa…

⁃ Es que… Como oí que se quejaba…

⁃ Sí… Disculpa… Es sólo que… A veces pienso que no vale la pena tanto trabajo… Y…

Se dejó caer sobre el haz de leños que cargaba, empleándolos como un asiento. La jovencita de ojos brillantes y figura espigada la miró comprensivamente. Y le alargó una vasija de cuero que, a modo de cantimplora, estaba llena de agua dulce que Jennifer bebió con ansiedad y placer, por lo fresca y reconfortante que le resultaba en ese momento.

⁃ A veces no lo entiendo. No sé para qué…

⁃ ¿A qué se refiere?

⁃ Eres muy joven… – Y con un cálido gesto tomó la parte posterior de su cabeza-, y no me gustaría decirle a alguien como tú algo como esto… Pero cuando una tiene que hacer tanto trabajo, cuando tienes que vivir en la necesidad todo el tiempo y no puedes ver cerca la posibilidad de mejorar… Cuando ves todo esto, mi niña, a veces te dan ganas de no vivir más…

⁃ No diga eso…

⁃ Te juro que a veces me dan ganas de llamar a la Muerte.

⁃ ¿Para que venga por usted?

⁃ No… Para que me ayude a llevar la leña. Al menos así puede ayudarme antes de venir por mí…

La risa de las dos mujeres se prolongó por unos momentos. Sin embargo, se podían ver en los enrojecidos párpados y las mejillas de la blanca faz de Jennifer que reír así le había costado mucho trabajo, cuando se lleva tanto dolor en el alma.

⁃ ¿No cree que es mejor estar viva?

⁃ No, cuando la vida es cada vez más pesada, y no se tiene esperanza.

⁃ Me da pena escuchar eso, vecina, ¿en verdad usted desea que eso se le cumpla en verdad? ¿No cree que su familia la extrañaría?

⁃ A veces no lo sé… – Y Jennifer, cabizbaja, y con la amargura impresa en el rostro, derramó una lágrima…

⁃ Piénselo bien, vecina…

A poco, la conversación terminó y se despidieron. Jennifer llegó a su casa. En ese momento, se hallaba sola -pues nadie estaba en casa en ese momento: su marido había ido al pueblo a comprar herramientas y se había llevado a los niños con él-. Un viento helado recorrió en ese momento la casa, y en la ventana se había posado un cuervo. A Jennifer le pareció curioso el animal, por la forma en que la miraba.

«Me da la impresión de que sabe lo que pienso», reflexionó. «Como si esperara que le dijera algo».

⁃ ¿No me quieres llevar volando contigo? – Al punto en que le dijera esto al ave, ésta inclinó la cabeza, como si asintiera. Después, se marchó volando.

«Qué extraño. Sentí como si se llevara algo de mí en este instante».

Al ir al río a lavar, se halló a otra mujer quien, al igual que ella, luchaba por arrancarle las manchas a su ropa. El aire frío de ese día empeoraba a cada instante, pues el sol no había salido, y al ambiente ea sombrío y ominoso.

⁃ ¡Vaya día, vecina!

⁃ Así es… -Musitó Jennifer.

⁃ ¿Cansada?

⁃ Sí. De todo.

⁃ No se aflija tanto. Mañana será de otro modo.

⁃ A veces quisiera que no hubiera un mañana. Me pesa levantarme a hacer lo mismo siempre.

⁃ Piénselo bien, vecina: dicen que la Muerte escucha a quienes la llaman.

⁃ ¿Cree que la Muerte escucha?

⁃ En lugares como éste, vecina, hay muchas cosas que no se comprenden. Los incrédulos no les prestan atención. Pero flotan en el aire del bosque como espíritus. No sería extraño pensar que la Muerte también ande por aquí ¿Usted cree en Dios?

⁃ Creo en los dioses, vecina. No creo que el Dios al que se refiere usted escuche mucho mis ruegos.

⁃ Pues entonces, usted sabe que una de las cosas a las que los dioses mismos le temen es a la Muerte. Por eso no la llaman.

⁃ ¿Cree que le tienen miedo?

⁃ Piénselo: cuando viene la Muerte, se termina todo.

⁃ Exacto: se termina la tristeza, el dolor, la amargura, la miseria…

La lavandera la miró profundamente, y después le tomó tiernamente el rostro con una mano.

⁃ No llores, vecina. No tenía idea de que te sintieras así.

⁃ Quisiera que la Banshee cantara frente a mi casa…

La lavandera la abrazó afectuosamente, pues sabía que esa frase la había pronunciado con todo el dolor de su soledad y su hastío. Y permanecieron así por largo tiempo, mientras los agudos gritos de los pájaros llenaban el bosque que comenzaba a teñirse de negrura.

Jennifer nunca vio la ropa que lavaba la mujer: ésta parecía tener manchas rojas profundas que sin duda era difícil sacar…

La noche había llegado, y Jennifer, muda como de costumbre, había servido la cena a su familia. Ni ellos le preguntaban nada, ni ella ya les preguntaba nada a ellos. Como una sombra, Jennifer se había acostumbrado al mutismo y a que nadie le dirigiera la palabra. Su familia se había acostumbrado a que existiera, pero no hacían el menor esfuerzo por saber algo más de la triste mujer a la que cada día le pesaba cada vez más la existencia.

La luna brillaba como un medallón de plata, y colgaba del estrellado manto de la noche como una extraña joya. Pero tenía un tinte rojizo que, a medida que la noche lamía cada rincón de su casa, iba acentuándose.

Incapaz de dormir, Jennifer salió al porche de su casa, y vio cómo el viento amasaba las sombras en la oscuridad.

Cerró los ojos. Deseó fervientemente que sus dolores y la agonía de la vida terminaran en ese instante. Al abrirlos, una mujer paseaba en medio de la arboleda.

⁃ ¡Hey! ¡Oiga!

La mujer, embozada y cubierta con una capucha, se aproximó a Jennifer. Extrañamente, no tardó demasiado en llegar con ella.

⁃ ¿Sí?

⁃ ¿Está perdida?

⁃ ¿Yo? No. Yo no.

⁃ ¿Porqué anda de noche así? Es peligroso.

⁃ No siento miedo. La gente siente miedo de mí.

⁃ Bueno, es que… Comprenda: si la ven de noche así, piensan que puede ser cualquier cosa de las que cuentan.

⁃ ¿Algo como la Banshee?

⁃ Algo así.

⁃ Le diré algo: la Banshee sólo es una mensajera. A quien debe temerse es a aquella a quien hasta los dioses le temen. Pero tú no debes tener miedo.

⁃ ¿Porqué?

⁃ Porque tú, desde el fondo de tu corazón, has hecho todo lo posible. Has enfrentado dificultades. Has dejado constancia de tu paso por la tierra. Y un corazón como el tuyo no puede dejarse morir así, en medio del hastío y la tristeza. Por eso, hoy te será concedida una petición, pues es mejor partir antes de endurecer y llenar de oscuridad tu bello corazón, Jennifer…

La mujer se retiró la capucha: sus ojos inyectados de sangre por todas las lágrimas contenidas se incendiaron como rubíes en medio de la ominosa sombra de la noche, mirando a Jennifer fijamente. Y después, como un lamento lejano que poco a poco se iba aproximando, un sonido iba convirtiéndose en un canto melancólico de una mujer sola, triste y doliente que lloraba a la Muerte. El canto repetía su eco en todo el lugar, y pronto se resolvió en un grito, un llanto, un lamento…

El Cuervo se posó en el porche. Había llegado para cumplir lo que le había pedido Jennifer: venía por ella. La Banshee cantaba el dulce dolor de una mujer que había llamado a la Muerte. Y la Muerte se compadeció de ella, quien se quedó mirando al vacío mientras la lavandera, la joven del cabello negro y la extraña de la capucha la contemplaban y cantaban. Y el espanto llenó los corazones de quienes seguían escuchando la dolorosa melodía de la Muerte…

Intercambio

Desperté en medio de un vapor neblinoso, con un olor dulce inundando mis fosas nasales y una insensibilidad en prácticamente todos mis miembros: mis manos no responden, no puedo mover mis pies, y tampoco puedo abrir los ojos. Tampoco puedo hablar. Sin embargo, puedo escuchar la voz de alguien a quien identifico como una de las doctoras que me recibieron. Ella me dice que esto es temporal, y que no debo tardar mucho tiempo en recuperar mis funciones corporales por completo. Que cuando se ha practicado una intervención como ésta, es natural que las funciones motoras estén algo afectadas después de la operación.

La escucho un poco. Después, siento que me apago: es la forma en que siento cómo la conciencia de un lugar y los ruidos que escucho desaparece, y la oscuridad se hace más profunda. Por el momento, en mis condiciones, deduzco que es el momento del sueño…

I

Cuando acudí al Doctor, se me dijo que no era fácil llegar a él. No cualquiera podía presumir de tener la atención de este doctor para atenderse: la fama del galeno era por causa de los medios poco frecuentes que empleaba para la cura de enfermedades consideradas terminales. En mi caso, cuando le comuniqué – un poco con sonrojo-, que había contraído sífilis -producto de mis habituales francachelas-, el Doctor no pareció inmutarse en absoluto, a la par que no desprendía los ojos de mí, como si me escudriñara. Como si me analizara. Supongo que eso es para seguir garantizando su éxito

– No ignorará usted que en la última fase de ese mal, su cerebro se encontrará tan afectado que no será posible salvarle. Eso es lamentable en un hombre sano, fuerte y de excelente físico como usted. Por eso, ahora que aún el mal se encuentra en etapas tempranas, es necesario expulsarlo por completo. Así que preste atención: necesito matarlo.

– ¿Perdón…? – No estaba seguro de haber escuchado lo que acababa de oír.

– Necesito matarlo por unos minutos. En esos momentos, nosotros introduciremos antibióticos de muy amplio espectro, pero peligrosos por la fuerza de sus componentes. Usted no podría soportar su acción. Pero si usted está clínicamente muerto por unos minutos, nosotros inocularemos los medicamentos, estos tendrán oportunidad de actuar mientras lo reanimamos, y evitará la fuerte reacción inicial. Asimismo, su cuerpo podrá asumir más rápido la acción del antibiótico, y su cura llevará menos tiempo del necesario. Tiempo suficiente para volver a sus fiestas y eventos. – Sus viejas manos arrugadas mostraban viveza y finura al hablar. Eran las manos cuidadas de un cirujano, pero al final eran manos envejecidas. Me miré mis propias manos, hábiles y tan distintas a las de él…

– ¿No es riesgoso?

– Habitualmente, en muchas cirugías del corazón suelen presentarse estas condiciones, con la diferencia de que los pacientes, sus familiares y el propio doctor dan por hecho esta circunstancia. Por eso no se les avisa. En este caso quise hacer una excepción, con el fin de que esté enterado por completo de lo que va a pasar, y de lo que puede. Provocarle como efecto inmediato. Pienso que hay que informar a los pacientes por completo de estas situaciones, para que se sientan cómodos y confiados.

Convinimos en la fecha de mi internamiento. Fui admitido y preparado para la cirugía, toda vez que había hecho el ayuno que me fue solicitado, así como haberme abstenido de probar estupefacientes por el tiempo que me pidieron. Me costó trabajo. Pero pensar que pronto podría volver a mis placeres habituales me animó.

Al ingresar a la sala de operaciones, sin embargo, sentí un poco de temor. Naturalmente, uno está acostumbrado a que las salas de operaciones parezcan sitios siniestros por glaciales, impersonales, casi como si se trataran de mataderos o bien, de morgues. Y más esta sala en especial, cuando pude ver qué tipo de instrumental tenían: además de los contenedores llenos de líquido, el pulmotor y otros aparatos a los que me iban a conectar, me causó ansiedad el ver la sierra circular por ahí, en una de las mesas. Recordaba que se empleaba en cierto tipo de intervenciones relativas a los huesos, pero no entendía qué hacía ahí.

Cuando quise preguntar sobre el siniestro aparato, los doctores comenzaron a mostrarse demasiado apresurados y reacios a que les dijera algo. Sin mucho protocolo, me aplicaron la anestesia. Y caí en un profundo sopor.

II

Al ir pasando los días, lo que me seguía extrañando era que mis miembros no respondían como siempre. Por ejemplo: hay un movimiento que hago con las manos, en el cual uno de mis dedos casi parece tener una articulación que indistintamente permite que las falanges se doblen hacia el frente y prácticamente hacia atrás por completo: bueno, al parecer ya no podía hacerlo. Por otro lado, la torpeza de mis piernas, la lentitud de mis reacciones, y asimismo esta desesperante imposibilidad de ver me hacen preguntarme -y preguntarles a los doctores, cuando están ahí- que cuándo seré capaz de ver y de recuperarme por completo. Me piden que sea paciente, que comprenda que este tipo de intervenciones requieren cierto reposo. Pero en el acto les recodé que el doctor me garantizó que la recuperación sería rápida.

Como no podía ver, y aunque la cama me desesperaba, prefería pasar el tiempo en cama, mientras a mi alrededor se escuchaba un movimiento continuo, febril, de cosas y de instrumental. Parecía que tenían muchos pacientes. Lo raro es que casi no escuchaba voces.

III

El día que me sentí más fuerte, fue cuando comencé a ver: el cuarto estaba casi en silencio. Aún tenía alimentación a un suero por venoclisis que removí inmediatamente.

Mia piernas apenas respondían, y traté de alzarme y caminar, pero no podía erguirme. Sentía como si nuevamente aprendiera a caminar. Y entonces tuve la primera visión: al sostenerme del poste del que colgaban los sueros, vi que mi mano no era mi mano: era una mano arrugada, y no la mía, a la que tantos cuidados había dispensado. Era una mano arrugada que reconocí. Y me sobrecogió de espanto.

Penosamente me arrastré al espejo. Y ahí tuve el horror de comprobar lo que me habían hecho.

Habían abandonado el lugar. No era una clínica. Sólo la habían acondicionado para esa intervención. Habían desmantelado todo, y ahora no sabía dónde estaban.

Mi cabeza exhibía una profunda cicatriz que surcaba mi cráneo, como si hubieran desprendido la tapa craneana… Y mi rostro… ¡Era el del Doctor!

Círculo Roto

I

⁃ Ya vine…

Saludó como siempre, con ese agotamiento que se hacía cada vez más denso; agotamiento que era fácil apreciar en las densas ojeras que constreñían sus globos oculares con sombras, de los que la esclerótica de sus ojos destacaba con un color rojizo, como si fuera un cadáver. Necesitaba dormir.

⁃ ¿Tú? Pero…

Su Madre no alcanzaba a expresarse bien. Parecía demasiado confundida.

⁃ ¿Qué pasa, Má’?

⁃ ¿No… No estabas en el otro cuarto?

⁃ No, Má’. Me fui a trabajar.

⁃ Pero… Estaba segura que estabas ahí…

⁃ Te lo imaginaste, Má’ – Sonrió débilmente, apenas con el ánimo suficiente como para esbozar una curva con los labios.

⁃ No, yo…

⁃ Escucha, Má’: vamos a la cocina, y me cuentas. -Él sabía perfectamente que si le decía eso, cuando la mujer se hallara en medio de las labores culinarias se olvidaría de lo que creía haber visto, y el asunto quedaría olvidado.

⁃ Bueno, ¿quieres que te prepare un «sandgüichito»?

⁃ Sí, por favor…

Y ya estaba. Desde ese momento ya todo fue una tranquila y superficial charla sobre el precio de las cosas en el mercado, y sobre las aventuras de «Rocky», el perro de la casa.

Tenía buenas razones para que su Madre se olvidara de aquello que creía haber visto… Bueno, no: más bien que se olvidara de lo que había visto. Él sabía que ella lo había visto.

II

Mientras miraba al espejo, se reprochaba a sí mismo, ¿cómo pudo habérsele ocurrido semejante idea? ¿En qué cabeza cabía, de todos los lugares posibles, encerrarlo justo ahí? Cuando aprendió lo suficiente, supo que podía lograrlo. Que en realidad podía crear uno de esos seres a medio camino entre el «amigo imaginario» y la sombra que podría seguirlo a todas partes, y que se convertiría en su compañía. En su consejero. En su amistad.

Desde que su padre muriera, no tenía con quién entenderse en una casa donde los seres que vivían ahí estaban más preocupados por no ladrar el uno cuando se lo mandaban, y la otra por los gastos diarios.

Sí, él sabía que era injusto esperar otra cosa de su Madre. Y más, porque ella no había perdido a su papá, sino que había perdido a su pareja. La única manera de expresar esa preocupación tal vez era esa obsesiva preocupación por el dinero.

Llegó a pensar que de esa manera, sin decirlo, sentía mucha angustia con relación al futuro. Por eso él se había visto obligado a conseguir el trabajo ése que era otra de las cosas que le quitaban el sueño y las ganas de vivir.

La otra cosa que se las quitaba era eso.

Siguió mirando al espejo. Sabía que no tardaría.

Cuando comprendió que iba a tener muy poco tiempo libre, pues apenas llegaba a casa se desplomaba en la cama para dormir pesadamente. Un sueño de piedra que duraba hasta el momento en que su Madre lo despertaba al día siguiente para que se marchara de nuevo al trabajo.

Sin sentirlo, en los momentos en que hablar con el perro comenzó a ser insuficiente, deseó tener compañía. Alguien no necesariamente para ir a emborracharse, o para acostarse con ella. No. Sólo alguien con quién hablar. Alguien a quien recurrir en esos momentos tan solitarios en que estaba atrapado en un hogar donde nadie podía ayudarlo: su Madre le necesitaba a él, y «Rocky» no necesitaba a nadie para hablar.

Pero él sí.

Comenzó por dedicar largas sesiones de mirarse al espejo. Recordó lo que había escuchado entre jirones de conversaciones de expertos en videos de Internet. Que uno podía lograr que se materializara a través de la voluntad una entidad cuya imagen, rostro, carácter y rasgos los puedes fijar tú mismo. Que al final, esa entidad acabaría teniendo una forma.

También advertían que cuando lograras crearla mediante ese poderoso ejercicio de la voluntad, lo mejor que podía hacerse era evitar su degradación. Cuando ésta comenzara, él debería haber contenido antes esa entidad y la energía de su pensamiento que había depositado en él en algún lugar físico. El ser estaría atrapado al lugar. No podría escapar de él. Y cuando se degradara, sería fácil destruir el objeto en donde estuviera contenido, y con ello destruir al ente, cuyo nombre y símbolo que él debería haber escrito también serían quemados.

Al principio creyó que se trataban de juegos, rituales, leyendas urbanas. Pero cuando cuando comenzó a ver que había algunas cosas que cambiaban en el espejo, supo que era verdad… El momento más emocionante fue cuando al realizar un ademán en el espejo, la imagen del reflejo no se movió. Supo que lo había logrado. Lo había creado. Fue un primer momento aterrador, pero lleno de victoria para él, que tuvo por muchos días a alguien para hablar, alguien con quien llorar de la vida que le había tocado en suerte. En muy mala suerte.

Pero en los últimos días su confidente, quien antes se había mostrado tan afable y tan comprensivo, poco a poco mostraba una apatía una dureza áspera al hablar con él. Lo criticaba de una forma acre y despiadada. Acumulaba cualquier clase de epítetos como «imbécil», «inútil», «dependiente», «insignificante» en una sesión con ese doble de sí mismo que vivía en el espejo por su propia voluntad: no quiso darle otra forma, pues, ¿quién podía entenderlo mejor que él mismo? Por eso le dio su propia imagen y semejanza.

El problema es que «eso» en el espejo ya no era él. Se había vuelto algo cada vez más lejano, duro, impenetrable… Se acercó al espejo, escondiendo las manos en las que traía el símbolo y el nombre, y un martillo

⁃ Hola.

⁃ «¿Tengo que responderte?» -Dijo sarcásticamente.

⁃ Ya llegó muy lejos.

⁃ «Estoy de acuerdo. He pensado algo»

⁃ Qué casualidad. Yo también.

⁃ «Por algo somos iguales. No: tú pretendes ser igual a mí»

⁃ ¡No puedes estar hablando en serio! ¡Yo te di la vida!

⁃ «Pero sé que en tu interior quieres ser como yo. Yo, que no quiero ser como nadie. Que sólo quiero ser yo. Que tengo más y mejor voluntad que tú para decir lo que me gusta y lo que no me gusta. Yo, que no tengo miedo de enfrentar la vida a la que tú sí le tienes pavor, porque eres incapaz de superar lo de tu padre. Pero no te preocupes. Yo te voy a conceder tu deseo…»

Cuando en un arranque de molestia le dio la espalda al espejo, se estremeció de pavor al voltear.

Ahí estaba, frente a él.

III

Desmayado, en el suelo, y con un corte en la mano, la Madre regresó de pasear a «Rocky» y lo encontró lívido, y desmadejado en el piso del baño.

⁃ ¡Hijo! ¿Estás bien?

⁃ No… No recuerdo…

⁃ ¿Y ese martillo?

⁃ Es que… Iba a colgar el espejo… Pero se me cayó. – Y a su lado, el espejo yacía hecho añicos. Lo que hubiera dentro de él tenía que haberse ido o había quedado destruido

⁃ Ven, te voy a curar.

«Rocky» se aproximó a él. Lo olisqueó, como cuando los perros huelen a alguien que no conocen por primera vez. Y «Rocky», instintivamente, se echó para atrás, gruñendo aterrado. Tal vez había percibido algo distinto. Algo que sólo los animales sienten. Algo nuevo y distinto en uno de sus dueños. Algo que no era él

⁃ Quítate, maldito animal… -Dijo en un oscuro tono áspero que hizo huir al animalito velozmente.

Las cosas, definitivamente, iban a cambiar a partir de ese momento…

Duda Razonable

I.

El olor a ozono acudió velozmente a la nariz del Sheriff de Schleicher mientras veía cómo bajo la capucha que le colocaban a todos los condenados a muerte el cuerpo se retorcía entre convulsiones eléctricas. Sus manos se tensaron en un rictus agónico , como si una brutal fuerza interior hubiera jalado al mismo tiempo todos sus tendones, y el olor a ozono comenzó a tener rasgos plenos de pestilencia debido a la carne humana quemada que se debatía bajo el electrodo colocado en su cabeza, con una esponja que permitía que la electricidad circulara libremente por su cuerpo, cubriéndolo con el manto de la Muerte .

II.

En medio de los espasmos dolorosos, Emiliano sintió cómo en modo abrupto su mente ya no percibía nada más, y sus ojos sólo miraron oscuridad al abrirlos lentamente después de que él sintiera que se suspendía la corriente eléctrica.

No comprendía qué estaba pasando.

Al frente suyo, vio la imagen de una persona quien, aparentemente de pie, lo miraba desde lejos. Pero lo que Emiliano no comprendía era cómo era que esa persona se sostenía en pie en medio de esa oscuridad. Parecía que flotaba de pie. Enunciarlo así era absurdo, pero no sabía de qué otra manera podía decirlo, puesto que no había un suelo qué pisar en medio de esa oscuridad.

Un pitido había dejado sus oídos sensibles, de modo que ahora sólo escuchaba el mar: le parecía, por causa de la sordera que tenía, que el mar se oía a lo lejos en su eterno vaivén de olas. No percibía aroma alguno. Y sus ojos sólo veían al hombre flotando de pie.

Al mirar a otro lado, tampoco había trazas de absolutamente nada. Era como si estuviera hundido en un espacio muy amplio lleno de una oscuridad como una densa masa rodeándolo. Le daba miedo moverse. No quiso hacerlo. No le quedaba claro si era seguro dar un paso sin caer, o si la imagen del hombre flotando era sólo un engaño de uno de los pocos sentidos de que disponía para tratar de comprender dónde estaba, y cómo era que estaba ahí.

De pronto, el hombre estaba frente a él. No tuvo qué preguntar nada. Lo conocía. Sabía de sobra quién era.

⁃ Emiliano…

⁃ Vaya. Al menos usted me habla por mi nombre. Todos los idiotas de la oficina del Sheriff me llamaban «Emeliano» – Y escupió una sonrisa amarga-.

⁃ No puedes culparlos Son americanos.

⁃ Usted también.

⁃ Ya no, ¿lo recuerdas?

⁃ De todos modos, no entiendo qué hace aquí. Yo lo dejé quietecito, quietecito en el suelo de su cocina. Espero que no me lo tome a mal.

⁃ ¿Tomarte a mal que me hayas matado? No, en absoluto. – Una media sonrisa que esbozó con una de las comisuras de sus labios lo hizo ver en parte afable y en parte amenazante-. ¿Sabes? Si hubiera tenido una razón tan buena como la tuya, creo también lo habría hecho.

⁃ Usted no habría tenido necesidad de hacerlo, porque ella era su esposa.

⁃ No me refiero a ella ahora… Me refiero en general, a matar por una mujer que uno quiere.

⁃ Le recomiendo que no lo intente, Míster Henry. Ya ve dónde acaba uno… En la silla eléctrica…

⁃ ¿De verdad? Parece que tu confesión no conmovió al jurado.

⁃ Usted sabe bien que a esa gente se le queman las habas por condenar a alguien a muerte.

⁃ No lo sé. Nunca he sido jurado.

Emiliano sonrió con una mueca torcida, y no dijo nada más.

⁃ ¿No te produce curiosidad saber dónde estamos?

⁃ ¿Usted lo sabe?

⁃ No. – Y con un gesto triste, vio el primer gesto humano de Henry Calcote en ese tiempo en que había conversado con él.

⁃ Entonces no tiene caso tener curiosidad. Yo no sé usted, pero yo vine después de que me frieran vivo en la silla. Así que seguro usted también llegó aquí después de que le vacié el cartucho de la carabina…

⁃ Eres bastante cínico, ¿sabes?

⁃ Creo que usted sabe de sobra como confesé. Hasta los que no hablaban español se dieron cuenta de que lo dije todo. Lamento que hayan logrado traerme al lado americano. De otro modo, aún estaría en Sonora. Pero no es que sea cínico. Sencillamente no me quedó de otra que decirlo.

⁃ Eso es bueno. Porque lo que sí quiero hacer es hacerte una pregunta.

⁃ Diga.

⁃ ¿Qué significa eso de que «se les queman las habas»?

Emiliano echó levemente la nuca hacia atrás al escuchar la increíble pregunta: ¿de verdad le estaba preguntando eso?

⁃ ¿Es en serio?

⁃ No, por supuesto. Me imagino que es una de esas cosas que suelen decir ustedes. No. En realidad vine aquí cuando comencé a pensar en algo que no me puedo sacar de la cabeza. Una duda persistente. Y siento que no me puedo ir a otro lado hasta que lo sepa.

⁃ ¿Y usted cree que yo lo sé?

⁃ De hecho, estoy seguro que tú lo sabes.

⁃ Diga, entonces.

Henry Calcote se estrujó las manos nerviosamente mientras miraba hacia abajo y a los lados, alternativamente.

⁃ ¿Dardinella te correspondía?

⁃ Usted sabe que también la maté a ella y al bebé, Míster.

⁃ Sí, pero pudiste matarla por muchas razones. Es curioso. Ya muerto pude ver claro varias cosas que ocurrieron después de mi muerte. Pero no puedo saber las cosas que ocurrieron mientras estaba vivo. Y si tú tuviste el atrevimiento de matar por ella, me imagino que tuviste una muy buena razón.

⁃ Déjeme entender: vengo yo del otro mundo, ¿y en lugar de vengarse de mí haciéndome sufrir de alguna forma en esta especie de infierno en que estamos atrapados, lo único que se le ocurre es preguntarme si ella le fue infiel conmigo?

⁃ ¡Necesito saberlo! -Suplicó con vehemencia.

El gesto patético de Henry Calcote era todo lo que necesitaba para decidirse.

⁃ No sólo estoy seguro que fue lo mejor… ¡Me queda claro que éste no es mi infierno, sino el suyo, y que lo que hice fue lo mejor que pude haberle hecho! Merece seguir aquí con la duda para siempre, Míster…

Cuando Henry Calcote estaba por alcanzarlo, vio una luz intensa que lo hería en sus ojos, y de nuevo sintió que un hormigueo intenso recorría sus entrañas. Apenas sintió la sangre caliente que brotaba lentamente de sus oídos, mientras todas sus conexiones neuronales iban apagándose.

⁃ Listo… – Le dijo a su asistente. Y movió nuevamente el dial al número 0, levantando la palanca, mientras el despojo que ahora era Emiliano Benavides echaba humo. El Sheriff miró con ojos lejanos al hombre…

⁃ ¿Qué será lo peor para un hombre cuando muere? ¿Qué pensaré cuando me toque?

Si Emiliano hubiera podido responder, le habría dicho que lo peor es la duda, y que más vale no morir con ninguna duda, por más razonable que ésta sea…

La historia de la muerte de Emiliano Benavides, así como otros detalles del crimen son reales, así como su ejecución el 8 de agosto de 1942 en el condado de Schleicher, Texas. Por supuesto, tomé ciertas libertades narrativas para la historia. En el enlace puede encontrarse la descripción completa del caso.
http://casetext.com/case/benavidez…

El Último Pecado

I.

Rompiendo la dura roca de los suelos ancestralmente secos desde hacía centurias, la sombra del Castillo proyectaba una aguja inmensa en lo alto del campo nuboso del cielo gris del Principado Krvavo, donde sus habitantes cubren los ojos de sus muertos con monedas para que no despierten ni sientan deseos de llevarse a alguien consigo, y pintan cruces con acuarela preparada con agua bendita en todas las entradas posteriores y anteriores de sus casas.

Budan llegó de noche, para estar seguro de que nadie se alteraría al ver su pálido rostro seco y gélido; rostro que las lágrimas no habían vuelto a surcar de nuevo desde que recibió el beso de su «Maestra»: Budan lloraba sangre, porque su cuerpo no tenía otro líquido dentro de él.

Budan, por si aún lo dudan, es un vampiro.

Se paró ante la imponente masa de piedra y metal que era el Castillo. No tenía otro nombre. Siempre era llamado solamente como el Castillo. No puede haber mayor seña de poder y miedo que inspira una construcción que el no tener un nombre propio, y apropiarse de un nombre común para hacerlo suyo.

El Castillo rezumaba el espanto que los habitantes de Krvavo habían proyectado con sus corazones ateridos de horror cada vez que escuchaban lamentos y sonidos lejanos: sonidos pastosos, acuosos, que acompañaban en negra sinfonía los otros ruidos de cañas astillándose… ¿o debo decir que eran mandíbulas de otros vampiros rompiendo huesos y rasgando piel para obtener el sustento, mientras sus víctimas gimen en ese extraño éxtasis de la muerte que tanto se parece a una ardiente cópula? Como fuera, eso es para los humanos. 

Para él, para Budan, esos sonidos no le eran ajenos, y ya no le producían cambio alguno en su ánimo.

Pidió que se le franqueara el acceso con un golpe seco en la puerta de roble. La puerta se abrió suavemente.

– Permíteme entrar…

La amable petición de Budan era la costumbre: un vampiro jamás accederá a un lugar sin autorización expresa del dueño. Y él no rompería esta norma sempiterna.

– Entra…

II.

Ante él se abrió un largo pasillo oscuro, amenazante, cuyos sonidos atenuados por la rica alfombra eran más inquietantes que tranquilizadores, porque daban la impresión de silencio absoluto, de muerte alrededor, de que nada vivo podía franquear esa atmósfera.

«Y eso es correcto» -pensó-. «yo no estoy vivo. Por eso puedo pasar a este lugar».

Caminó por incontables minutos. Cualquiera pensaría que el pasillo tenía la extensión del propio castillo, o que todo el Castillo se alzaba sobre ese pasillo.

Y así era.

El oscuro corredor llegaba a su fin tras una puerta de cedro. Le incordiaba comprobar que justo esta importante puerta fuera de una madera tan ligera.

Pero, ¿quién hubiera podido cruzar el pasillo para llegar hasta ahí sin desfallecer por causa del horror que implicaba el silencioso corredor, tan vacío pero tan lleno de muerte?

III

Al abrir la puerta, comprobó que detrás del Castillo apareció la verdadera bacanal ante sus ojos, en un inmenso «jardín de las delicias» cercado para protección de los invitados, quienes también habían abrazado la oscuridad y que en el momento de su entrada gozaban a su particular manera.

– Bienvenido.

Davo, quien lo había convocado, apenas torció hacia arriba la comisura de sus labios para darle la bienvenida.

– Éste es mi banquete. Sírvete como desees y lo que quieras. Y lo mereces porque has recorrido este camino hacia mí, y premiarte no es una recompensa, sino un merecimiento.

Él había recorrido un gran camino hasta ahí, porque se le había prometido que en esta nueva vida en que la «Maestra» de Budan lo había iniciado, y así como en vida había aspirado al mayor bien a que podían acceder los seres humanos, en esta vida después de la muerte, después de tanta prohibición y tanta restricción, Davo le ofrecía conocer el Último Pecado.

Gozar del más terrible de los placeres que le había sido negado antes de renacer en la oscuridad.  Budan miró en torno suyo: allá vio a muchos de los suyos solazándose en la más indolente inactividad, gozando con su pasmosa pereza contemplativa; a otros los vio pavoneándose cuales monarcas de ricos reinos, haciendo soberbia ostentación de sus méritos ante los demás, y gozando con ello ante aquellas quienes, hambrientas de sangre y ardor incendiaban las almas de quienes posaban sus ojos en sus onduladas siluetas colmando con incitantes vistas de lujuria incluso a los no muertos; no pudo evitar sentir algo semejante al asco cuando vio a sus pares lamer obscenamente hasta el último gramo de músculo escaleno por la gula de la sangre generosa que manaba de sus cuellos; no escapó a su mirada la violencia de la embriaguez de algunos de ellos, quienes en tránsito de ira intentaban arrebatarse entre unos y otros a las presas que más envidia generaban: las doncellas vírgenes. En un rapto de avaricia -que no le fue ajeno a Budan- varios hijos de la sombra ataron a varias de estas criaturas sólo para gozarlas cuando hubieran «besado» con sus filosos incisivos a otras tantas que, para su goce, Davo había sembrado en su jardín atándoles a estacas, cuyos invitados habían utilizado para empalarlas y con ello terminar de componer un degradante cuadro digno del moderno Beksinski, o bien del buen y viejo Hyeronimus Bosch.

– Y de toda esta degradación, Davo, ¿cuál es el último pecado que me ofreces? –

– ¿Aún lo preguntas? ¡Todos a la vez! ¿Se te hace poco esta orgía sangrienta con la que pretendo regalar tus exquisitos sentidos a ti, el más amado de los hijos de Lilith? ¿No te parece que el Último Pecado tiene que ser aquel que conjunta a todos en uno?

– No. Un conjunto de estiércol no es un campo verde y fértil, y muchos humanos juntos no son la humanidad. Unos y otros no son más que muchos desechos. Vine por aquello por lo que el Creador condenó al primer hombre, y que sin duda tuvo que ser el primero y será el Último Pecado. Vine por el Conocimiento, Davo. Sólo aprendes a vivir hasta que mueres. Y al morir, supe que no era otro el Úlltimo Pecado, sino el conocimiento… De otro modo, no nos hubieran condenado a nosotros a las sombras y a los humanos a la luz.

Davo lo miró estupefacto. No tuvo respuesta.

Uno de aquellos que festinaba cada trago de sangre escuchó las palabras de Budan, y lo miró extasiado…