La Muerte Flotante

José no soportaba más. Sentía que  las paredes comenzaban a arrastrarse hasta acercarse hasta él todo lo posible. Su cercanía lo asfixiaba, le impedía respirar, le daba sensación de encierro… Y recordó que efectivamente, estaba encerrado por órdenes del doctor de a bordo.

Antes de zarpar se les había advertido que deberían cumplir la ruta en el tiempo estipulado. De lo contrario, se arriesgaban a que las autoridadades gubernamentales de aquel país impidieran desembarcar a sus pasajeros. Se trataba de una misión contra el tiempo. La peste se había extendido por todo el globo terráqueo. Las escenas de la televisión parecían alarmistas: imágenes de hospitales atestados de pacientes, otros tantos conectados a máquinas de respiración artificial, decenas de cuerpos yaciendo en los patios interiores de los hospitales, las gruesas y feroces columnas de humo blanco ascendiendo velozmente desde las chimeneas de los hornos crematorios del país, que trabajaban a toda velocidad para reducir los cuerpos a cenizas lo más pronto posible, en un gesto algo histérico de la gente por verse libres de todo rastro y todo resto humano que pudiera traer consigo la decadencia de la peste: la lenta putrefacción interna de varios órganos, la incapacidad muscular; y sobre todo, la angustiosa necesidad de respirar con los pulmones congestionados, dando la impresión de una asfixia permanente.

De la misma aterradora forma que se manifestaba la fiebre que desembocaba en la meningitis, con los dolores musculares, los escalofríos y la fatiga, la pérdida de apetito y los temblores que en algunas ocasiones los galenos improvisados de internet confundían con un muy fuerte resfriado, de la misma forma esta peste causaba daños irreversibles, después de asolar al cuerpo y destruir sus defensas hasta dejarlo indefenso al ataque de cualquier infección. Los menos afortunados sobrevivían hasta hoy en día con una media vida de arrastrar malestares crónicos que los incapacitaban para desarrollar cualquier clase de actividad física no digamos fuerte, sino apenas algo agitada. Los más afortunados se morían.

Y la fortuna sonrió a uno de los pasajeros del crucero que surcaría el Golfo. Ello, después de que se reportara a la tripulación que la peste había venido con uno de sus pasajeros, quien había tenido contacto con varios de ellos. Se trataba de un hombre mayor con un gran entusiasmo y saludable apetito por las mujeres, y que no había perdido la oportunidad de manifestarles sus intenciones. Por ende, antes de desfallecer casi ahogado por la falta de aire en el baile de fin de semana, ante el azoro y espanto de la gente que lo vieron revolcarse en el suelo con el rostro violáceo y los ojos saltones por la falta de oxígeno, decidieron que había la necesidad de ocultar el evento cuando tocaran puerto.

Mas ello fue imposible: las autoridades portuarias estaban obligadas a aplicar la prueba, y como era de esperarse, varias personas estaban infectadas. A la nave se le impidió que desembarcara alguien. Nadie podía abandonar la nave. Las súplicas del capitán, quien repetidas veces se había intentado comunicar con sus jefes sin obtener respuesta,  fueron sólo atendidas a medias: él había ofrecido que se llevaría de vuelta a los infectados. Pero las autoridades portuarias no cedieron un ápice en su prohibición: nadie iba a tocar tierra. Se les proporcionaría el combustible, los víveres y adicionalmente grandes cantidades de máscaras desdechables para protección de los pasajeros, pero nadie podía desembarcar.  Aquello, aunado a la devolución de dinero que haría la empresa al no haber cumplido con la ruta, eran pérdidas que el capitán y su tripulación deberían afrontar.

Las nuevas normas para viajar en el crucero fueron terminantes: nadie iba a salir en determinadas horas del día de su camarote: ni pasajeros, ni tripulación. Toda salida al exterior debería ser con máscara. La distribución de alimentos se convirtió en una digna de una barraca de soldados, con turno, filas y trastes propios (a cuenta de la empresa del crucero, con el fin de que los ayudantes del cocinero tuvieran que tocar trastos de personas infectadas). 

La gente estaba harta de estar surcando las aguas, y más ahora que los eventos habían sido cancelados, y que de un golpe habían pasado a ser de viajeros en clase preferente en un viaje de ocio y diversión a ser simples tripulantes de una nave silenciosa, casi siniestra a la hora del mediodía, cuando el sol pegaba más fuerte y no se veía a nadie caminar por la cubierta ni a babor ni a estribor. Los destellos solares que rebotaban en las superficies cromadas de la baranda de protección en la cubierta daban la impresión de espejismos animados que se deslizaban a medida que se andaba. Y a veces la sombra ominosa de uno de los oficiales a bordo, con gafas oscuras y máscara se aparecía para urgirles que regresaran a sus propios camarotes. Era difícil pensar qué era más aterrador: los brillos que silenciosamente parecían recorrer la cubierta, como apariciones brillantes, o la sombra abrupta de los oficiales sin rostro… Pero al menos, los oficiales eran seres humanos. Los reflejos del sol eran otra cosa. En medio de esa soledad y silencio -pues nadie sentía ganas de escuchar música-, ver las brillantes reflexiones solares desplazarse junto a uno era algo digno de asemejarse a las pesadillas diurnas de los desiertos del Sáhara, o a la Zona del Silencio en Chihuahua: los reflejos adquirían las formas de seres humanos, de criaturas animales imposibles… Y el andar sospechoso, desonfiado y temeroso de los pocos seres humanos que caminaban por la cubierta, como si temieran encontrarse a otras personas de frente, hacían que el ambiente de tensión en el crucero «Fobétor» poco a poco se convirtiera en irrespirable. 

Las horas se hacían largas para José. De por sí, el ingeniero mecánico de a bordo no era una persona demasiado positiva. Pero el impedimento para buscar ese desahogo momentáneo que implicaba el trago cada fin de semana en el crucero le hizo aún más insoportable el encierro en el camarote. El tiempo de ocio en aquel lugar le hacía desear la inspección diaria de las máquinas, y retardarla todo lo más que se pudiera. Sin embargo, cuando ésta concluía, debía regresar a su barraca. Algunos de los pasajeros se habían insurrectado de tal modo, que los oficiales de a bordo habían tenido la necesidad de ejemplificar con uno de ellos hasta dónde estaban dispuestos a llegar si alguien no se avenía a cumplir las órdenes de permanecer encerrados: tuvieron que exhibirlo con las esposas frente a los pasajeros antes de reconvenirlo ante el capitán, y aunque evitaron que tuvieran que ponerlo a resguardo en el separo, únicamente por desobedecer la orden de encierro a las 18:00 horas hasta el día siguiente, era necesario que los pasajeros vieran qué era lo que les esperaba si se indisciplinaban. El pasajero había estado deambulando hasta las 18:15. Ése había sido su gran crimen…

José sabía que a pesar del privilegio de que gozaba al considerársele parte del personal de la tripulación, estaba sometido a las órdenes generales, so pena de que a él, quien no gozaba de la misma blandura que se le dispensaba a los pasajeros por el simple hecho de ser clientes, se le aplicara la misma pena de ser encerrado en el separo.

Sin embargo, tal vez eso era lo de menos.

En las pocas ocasiones en que había podido atisbar por el diminuto ojo de buey de su camarote, había podido percatarse de un peculiar fenómeno: todas las tardes, a la misma hora, un pasajero se apostaba junto al barandal de proa a estribor. Siempre en la misma posición, y con la misma pesada vestimenta… O lo que creía que era una vestimenta. Tan sólo alcanzaba a percibir una sombra profunda que se recortaba contra el brillante disco solar y sus destellos en la cubierta del barco. Una sombra que, de forma inusual, en vez de percibirse con una vestimenta algo más ligera para soportar el calor, iba vestido con una larga gabardina y un sombrero… O al menos, eso parecía. En verdad, desde el ojo de buey del camarote no podía percibirse claramente sino una sombra ataviada con ropas largas y un sombrero.

A continuación, José se sumergió en sus pensamientos: una peste mundial. Ni en sus sueños se le hubiera ocurrido imaginarlo. Parece que eso hubiera pillado desprevenido a todo mundo. Algo inesperado, algo impredecible, algo que por no estar dentro de la lista de posibles catástrofes, nunca habría pensado en prever: para un terremoto puedes seguir ciertas normas con el fin de sobrevivir, puesto que ahora ya existía la tecnología con la cual podía saberse con cierto tiempo de antelación cuándo iba a ocurrir; lo mismo un «tsunami» o incluso algunos ciclones, sin contar los «monzones». Pero una peste… Una enfermedad tan volátil como un resfriado y que, pareciéndose a éste, era letal si se descuidaba. Y nadie podía saber a ciencia cierta si lo que tenía era un resfriado o bien la enfermedad. Eso no podía preverse. Nadie pudo hacerlo. Y a todos les había cambiado la vida.

José pensaba que la vida en los cruceros le deparaba muchas más expectativas de emanciparse de su familia. Sin embargo, con sus poco más de veinticinco años cumplidos, la carrera recién terminada y grandes expectativas de posgrado, había visto esfumarse en un santiamén todas las posibilidades de su existencia. Un título y juventud no eran nada en un mundo asolado por una enfermedad que, de no controlarse en tiempo, sin duda provocaría la extinción de esas personas que le debían a José un buen puesto de trabajo que le permitiera forjarse un futuro promisorio. Después de todo, él lo merecía, ¿o no?

La peste le enseñó en poco tiempo que esa fragilidad que se erigía en su inconformidad, su manifiesta incomodidad con todo y con todos, no eran sino sólo muestras de su fragilidad, de esa necesidad de reconocimiento que provenía de los demás, y de esa incapacidad de enfrentar cosas tan duras como las que ahora les obligaba la enfermedad. Mas, ¿quién lo iba a reconocer en un mundo muerto y desierto, donde nadie tenía muy en claro cuáles eran las cifras oficiales y qué tan ciertas eran? ¿Realmente la gente estaba muriendo como moscas, o sencillamente era una exageración de los líderes de las naciones para obligar a sus ciudadanos a encerrarse?

Cada teoría de conspiración era tan buena como cualquier otra, y estar repasando esas posibilidades iba poco a poco haciendo que el cauce de la razón de José fuera poco a poco desbordándose con tales pensamientos. Y de tanto pensarlo, y con tan pocos estímulos que le ofrecía el pequeño mundo en que estaba encerrado, pensó que tal vez el extraño de la gabardina podría tener la respuesta que estaba buscando. Dentro de su mente turbada por la velocidad con la que se produjeron los acontecimientos por los cuales estaba encerrado, le parecía perfectamente lógico que el extraño hubiera aparecido en esas circunstancias. 

No había podido comentar eso con nadie. Y de todos modos, a nadie habría podido decirle: los oficiales rotaban sus guardias con el fin de que los pasajeros no pudieran sobornar a los de un turno: de ese grado era la tensión que existía entre las autoridades del barco y los pasajeros, entre los pasajeros mismos y los tripulantes. Aislados como estaban, nadie podría saber quién era uno de muchos pasajeros de la nave con una vestimenta tan particular en una hora donde ciertamente el sol amenazaba con hacer hervir el acero de la baranda de proa, ¡y el extraño se apoyaba con las manos desnudas confiadamente!

¿Podría intentar acercarse a él? Estudió hasta el detalle la hora en que el sombrío individuo se proximaba siempre al mismo lugar en proa y a estribor. Cuánto duraba ahí, contemplando el pausado oleaje del Golfo, como si esperara algo. Al hacerlo, también supo la hora exacta en que podría salir sin ser visto por los oficiales.

Y así, se dispuso, con toda discreción, a encontrárselo.

Le turbaba la forma en que sus pasos resonaban en la superficie de la cubierta. Pensaba que éstos alertarían a la tripulación. Pero a medida que avanzaba hacia el extraño, cobraba mayor valor al aproximarse. La zozobra y la incertidumbre lo estaban matando. Su fragilidad manifiesta debido a que sumundo entero parecía desmoronarse era más importante: ¿qué pasaría si ya no podían hacerse cruceros de placer? ¿Qué sucederia si su ingeniería en motores ya no era requerida por naves para viajes por causa de que la gente ya no iba a viajar?

Otro paso.

— Buenas tardes…

Nunca había pronunciado un «buenas tardes» como ése. Como si en ese sencillo saludo hubiera concentrado todas esas preguntas que para él representaban la vida o la muerte tal como él las conocía hasta antes de estar encerrados en el barco.

El extraño volteó.

José sintió como si una cosa fría y viscosa se apoderara de él cuando miró en el fondo de sus ojos negros e inexpresivos…

Al día siguiente, nadie supo cuál había sido la razón por la cual hallaron a José ahorcado. Se habló de un suicidio. Pero en realidad nadie estaba seguro. Si no era eso, entonces además d ela enfermedad habría otro terror que enfrentar: el de un  asesino…

La Muerte flotaba entre ellos: algunos pasajeros contagiados de la Peste se estaban asfixiando, pues el Crucero carecía de medios para proporcionarles el oxígeno que les hacía falta… El mismo oxígeno que José había renunciado aseguir respirando.

Es posible que fuera sencillamente la depresión de José… Pero hasta ahora nadie sabe qué fue del pasajero de la gabardina y el sombrero, que recorría la cubierta hasta mirar al horizonte en la proa a estribor, como si pudiera ver más allá del futuro que ya no tenía la humanidad…

#LosCuentosDel Cuervo #LaOctavaPlaga

Hagas lo que Hagas…

— Dime porqué..,
— Porque si te duermes, ya no despertarás… ¡Hagas lo que hagas, no te quedes
dormido!
Un sopor lo invadía. Sus movimientos eran cada vez más torpes, su visión se
nublaba…
A poco, vio la luz del amanecer. Lo había logrado.
— ¡Lo hicimos!
— ¿Sí?
Un estremecimiento recorrió su cuerpo cuando al estrechar su mano, de forma
imposible, ésta tenía la consistencia de la goma y se retorcía espantosamente, y
su rostro se contorsionó de manera obscena exhibiendo un par de ojos negros,
profundos. Con una voz que salía de la base de su garganta, le dijo:
— Te lo dije…

A La Hora de tu Muerte…

«A la hora de tu muerte

los mirlos no dejarán de cantar;

no se eclipsará la luna,

no todos llorarán…

Nadie vendrá en tu ayuda.

Y cuando te vayan a enterrar,

ni el mundo se detendrá,

ni las flores se secarán:

a la hora de tu muerte

sencillamente… Tú te marcharás…»

Ésta era una mujer como muchas que alguien pueda conocer en su vida… Las historias más elocuentes suelen comenzar con los personajes más impensados. No sé si ésta sea una de esas historias, pero sí sé que nadie más impensado para una historia elocuente que esta mujer, así que…

Se dice de algo elocuente que tiene la facultad de hablar o escribir para deleitar, conmover o persuadir. Y sin duda, Jennifer no parecía ser de ese tipo de mujeres que se caracterice por hablar demasiado; y parece que tampoco su vida podría ser nada menos importante como para deleitarnos o conmovernos: aunque el nombre de Jennifer significa que es «de gran espíritu», uno podría pensar que en realidad de ese «gran espíritu» ya no le quedaba mucho para el momento de nuestra historia: la vida dura que había vivido hasta ese momento no le hacía tener mucha fe en el futuro. Era una campesina atada a los quehaceres diarios y a la costumbre; a los dolores de sus manos ateridas por los cambios de temperatura entre el agua fría para lavar las prendas y la manipulación de los ardientes cacharros en los que cocinaba para su marido y sus hijos; a los dolores de espalda por acarrear la leña necesaria para dormir sin despertar por los correntones de aire frío que se deslizaban por el bosque en aquella fría región ; al dolor del arco de sus plantas por el acarreo de viandas y la ayuda que brindaba a su marido cuando comenzaban a cosechar, y cuando sembraban. El sueño no era más una especie de oscura transición inconsciente sin descanso entre el día anterior y el siguiente.

No era extraño, pues, que en más de una ocasión, hubiera externado en forma de amargo lamento, la forma en que vivía. En una de esas ocasiones, cargando un haz de leños -que además de prácticamente romperle la espalda le dejaba cárdenos en la espalda por causa de la forma irregular de las ramas-, Jennifer se vio obligada a descansar y dejar su carga en el suelo por un instante, mientras lanzaba un quejido que, por casualidad, oyó una joven de negro cabello y piel muy pálida que andaba por el mismo sendero.

⁃ Señora… ¿Se siente bien?

⁃ Ah… Sólo me cansé un poco…

⁃ ¿No quiere que la ayude?

⁃ Gracias… No estoy lejos de mi casa…

⁃ Es que… Como oí que se quejaba…

⁃ Sí… Disculpa… Es sólo que… A veces pienso que no vale la pena tanto trabajo… Y…

Se dejó caer sobre el haz de leños que cargaba, empleándolos como un asiento. La jovencita de ojos brillantes y figura espigada la miró comprensivamente. Y le alargó una vasija de cuero que, a modo de cantimplora, estaba llena de agua dulce que Jennifer bebió con ansiedad y placer, por lo fresca y reconfortante que le resultaba en ese momento.

⁃ A veces no lo entiendo. No sé para qué…

⁃ ¿A qué se refiere?

⁃ Eres muy joven… – Y con un cálido gesto tomó la parte posterior de su cabeza-, y no me gustaría decirle a alguien como tú algo como esto… Pero cuando una tiene que hacer tanto trabajo, cuando tienes que vivir en la necesidad todo el tiempo y no puedes ver cerca la posibilidad de mejorar… Cuando ves todo esto, mi niña, a veces te dan ganas de no vivir más…

⁃ No diga eso…

⁃ Te juro que a veces me dan ganas de llamar a la Muerte.

⁃ ¿Para que venga por usted?

⁃ No… Para que me ayude a llevar la leña. Al menos así puede ayudarme antes de venir por mí…

La risa de las dos mujeres se prolongó por unos momentos. Sin embargo, se podían ver en los enrojecidos párpados y las mejillas de la blanca faz de Jennifer que reír así le había costado mucho trabajo, cuando se lleva tanto dolor en el alma.

⁃ ¿No cree que es mejor estar viva?

⁃ No, cuando la vida es cada vez más pesada, y no se tiene esperanza.

⁃ Me da pena escuchar eso, vecina, ¿en verdad usted desea que eso se le cumpla en verdad? ¿No cree que su familia la extrañaría?

⁃ A veces no lo sé… – Y Jennifer, cabizbaja, y con la amargura impresa en el rostro, derramó una lágrima…

⁃ Piénselo bien, vecina…

A poco, la conversación terminó y se despidieron. Jennifer llegó a su casa. En ese momento, se hallaba sola -pues nadie estaba en casa en ese momento: su marido había ido al pueblo a comprar herramientas y se había llevado a los niños con él-. Un viento helado recorrió en ese momento la casa, y en la ventana se había posado un cuervo. A Jennifer le pareció curioso el animal, por la forma en que la miraba.

«Me da la impresión de que sabe lo que pienso», reflexionó. «Como si esperara que le dijera algo».

⁃ ¿No me quieres llevar volando contigo? – Al punto en que le dijera esto al ave, ésta inclinó la cabeza, como si asintiera. Después, se marchó volando.

«Qué extraño. Sentí como si se llevara algo de mí en este instante».

Al ir al río a lavar, se halló a otra mujer quien, al igual que ella, luchaba por arrancarle las manchas a su ropa. El aire frío de ese día empeoraba a cada instante, pues el sol no había salido, y al ambiente ea sombrío y ominoso.

⁃ ¡Vaya día, vecina!

⁃ Así es… -Musitó Jennifer.

⁃ ¿Cansada?

⁃ Sí. De todo.

⁃ No se aflija tanto. Mañana será de otro modo.

⁃ A veces quisiera que no hubiera un mañana. Me pesa levantarme a hacer lo mismo siempre.

⁃ Piénselo bien, vecina: dicen que la Muerte escucha a quienes la llaman.

⁃ ¿Cree que la Muerte escucha?

⁃ En lugares como éste, vecina, hay muchas cosas que no se comprenden. Los incrédulos no les prestan atención. Pero flotan en el aire del bosque como espíritus. No sería extraño pensar que la Muerte también ande por aquí ¿Usted cree en Dios?

⁃ Creo en los dioses, vecina. No creo que el Dios al que se refiere usted escuche mucho mis ruegos.

⁃ Pues entonces, usted sabe que una de las cosas a las que los dioses mismos le temen es a la Muerte. Por eso no la llaman.

⁃ ¿Cree que le tienen miedo?

⁃ Piénselo: cuando viene la Muerte, se termina todo.

⁃ Exacto: se termina la tristeza, el dolor, la amargura, la miseria…

La lavandera la miró profundamente, y después le tomó tiernamente el rostro con una mano.

⁃ No llores, vecina. No tenía idea de que te sintieras así.

⁃ Quisiera que la Banshee cantara frente a mi casa…

La lavandera la abrazó afectuosamente, pues sabía que esa frase la había pronunciado con todo el dolor de su soledad y su hastío. Y permanecieron así por largo tiempo, mientras los agudos gritos de los pájaros llenaban el bosque que comenzaba a teñirse de negrura.

Jennifer nunca vio la ropa que lavaba la mujer: ésta parecía tener manchas rojas profundas que sin duda era difícil sacar…

La noche había llegado, y Jennifer, muda como de costumbre, había servido la cena a su familia. Ni ellos le preguntaban nada, ni ella ya les preguntaba nada a ellos. Como una sombra, Jennifer se había acostumbrado al mutismo y a que nadie le dirigiera la palabra. Su familia se había acostumbrado a que existiera, pero no hacían el menor esfuerzo por saber algo más de la triste mujer a la que cada día le pesaba cada vez más la existencia.

La luna brillaba como un medallón de plata, y colgaba del estrellado manto de la noche como una extraña joya. Pero tenía un tinte rojizo que, a medida que la noche lamía cada rincón de su casa, iba acentuándose.

Incapaz de dormir, Jennifer salió al porche de su casa, y vio cómo el viento amasaba las sombras en la oscuridad.

Cerró los ojos. Deseó fervientemente que sus dolores y la agonía de la vida terminaran en ese instante. Al abrirlos, una mujer paseaba en medio de la arboleda.

⁃ ¡Hey! ¡Oiga!

La mujer, embozada y cubierta con una capucha, se aproximó a Jennifer. Extrañamente, no tardó demasiado en llegar con ella.

⁃ ¿Sí?

⁃ ¿Está perdida?

⁃ ¿Yo? No. Yo no.

⁃ ¿Porqué anda de noche así? Es peligroso.

⁃ No siento miedo. La gente siente miedo de mí.

⁃ Bueno, es que… Comprenda: si la ven de noche así, piensan que puede ser cualquier cosa de las que cuentan.

⁃ ¿Algo como la Banshee?

⁃ Algo así.

⁃ Le diré algo: la Banshee sólo es una mensajera. A quien debe temerse es a aquella a quien hasta los dioses le temen. Pero tú no debes tener miedo.

⁃ ¿Porqué?

⁃ Porque tú, desde el fondo de tu corazón, has hecho todo lo posible. Has enfrentado dificultades. Has dejado constancia de tu paso por la tierra. Y un corazón como el tuyo no puede dejarse morir así, en medio del hastío y la tristeza. Por eso, hoy te será concedida una petición, pues es mejor partir antes de endurecer y llenar de oscuridad tu bello corazón, Jennifer…

La mujer se retiró la capucha: sus ojos inyectados de sangre por todas las lágrimas contenidas se incendiaron como rubíes en medio de la ominosa sombra de la noche, mirando a Jennifer fijamente. Y después, como un lamento lejano que poco a poco se iba aproximando, un sonido iba convirtiéndose en un canto melancólico de una mujer sola, triste y doliente que lloraba a la Muerte. El canto repetía su eco en todo el lugar, y pronto se resolvió en un grito, un llanto, un lamento…

El Cuervo se posó en el porche. Había llegado para cumplir lo que le había pedido Jennifer: venía por ella. La Banshee cantaba el dulce dolor de una mujer que había llamado a la Muerte. Y la Muerte se compadeció de ella, quien se quedó mirando al vacío mientras la lavandera, la joven del cabello negro y la extraña de la capucha la contemplaban y cantaban. Y el espanto llenó los corazones de quienes seguían escuchando la dolorosa melodía de la Muerte…

Dimensión Oculta

I

El profesor lo miró en silencio, mientras sostenía en una mano la droga y en la otra el cuenco con el mortero. Después de escrutarlo atentamente, meneó la cabeza de un lado al otro, y le dijo, en un tono de voz menos sentencioso que de lástima:

– Usted no está listo para esto.

– Profesor… – Musitó con aire cansino.

– Usted no ha hecho todo lo que se requiere. No ha cumplido con todo lo que se necesita para esto.

– ¿Quiere decir que todo se trata de requisitos?

– Escúcheme: no se trata sólo de cumplir o no con cosas para que yo esté contento, y decida si es posible que hagamos el experimento que estamos a punto de realizar: todo lo que le he pedido ha sido en la inteligencia de que no sufra ningún daño que lo afecte permanentemente por aquello que encontremos.

– Pero si sólo se trata de echar una mirada…

– ¡No! ¡No se trata de sólo «echar una mirada»! ¡Ése es justo uno de los primeros puntos que le pedí tomar en cuenta! ¿Cree que es como asomarse a la ventana de su teléfono celular y ver algo en otra parte del mundo a través de una cámara a la cual esté usted conectado?

– Tal como usted lo mencionó en algún momento, en parte es así…

– ¿Y recuerda qué le dije que teníamos qué hacer para que se mantuviera la conexión?

Recitó con tono aburrido:

– «Debemos mantener siempre la conciencia en el ánimo de estar alertas para evitar intervenir con lo que observemos en esas realidades, y convencernos que este proceso involucra nuestro espíritu de tal manera que puede afectarnos si no focalizamos nuestra conciencia en mantenernos seguros». Profesor, le garantizo que, en verdad, estoy muy consciente de esas normas.

– Entonces, ¿porqué trae un símbolo?

Miré mi pecho: en efecto, traía una cruz.

– Profesor… – Replicó, con un tono de hastío.

– ¡Los símbolos son la mejor forma de que si somos vistos en alguna de estas dimensiones, lo que vive ahí pueda determinar una actitud a favor o en contra de nosotros! ¡Se lo expliqué varias veces!

– Pero también explicó que tienen varios significados distintos en diversos lugares y épocas…

– ¡Pero nosotros no vamos a ir sólo a un lugar en el tiempo de esta tierra! ¡Entiéndalo! Vamos a ir a otra Tierra que usted nunca conoció, a otro mundo que usted nunca ha visto, a un Universo que tiene otros valores. Las leyes son las mismas, y eso lo sabe usted bien, porque gracias a ello seremos capaces de viajar a esos universos. Pero los valores que desarrollaron las entidades que viven en esas dimensiones pueden ser muy distintos. Lo que para nosotros puede no tener ningún significado, para ellos puede ser una determinante de su conducta para con nosotros.

– Pero si ha dicho que no debemos ser vistos ni percibidos, ¿cómo podrían saber que traigo algo como una cruz?

– ¿Está seguro de que no seremos vistos? – Y negó con la cabeza. – Y, por otro lado, ¿porqué una cruz?

– Porque es lo que me hace sentir seguro…

– También eso fue lo que le dije: si sus creencias son demasiado fuertes como para no renunciar a ellas, era mejor no intentarlo…

– ¿Y si esta creencia es mi propia verdad?

– En esa verdad ya le he demostrado que no se considera la existencia de varias dimensiones. Al traer esto, – y señaló una vez más la cruz en su pecho-, usted no renuncia a una creencia, pero tampoco cree suficientemente en ella. La energía que necesitamos no puede emplearse si se tienen dudas.

– ¿Porqué es mala mi creencia?

El profesor finalmente dejó de machacar la yerba en el cuenco, y llevándose la mano a la frente, finalmente dijo:

– ¿Ahora entiende porqué no está listo? ¡Nunca dije que su creencia fuera mala! Sencillamente, el asunto con eso que no nos ayudará a realizar el viaje a esa dimensión…

– A mí puede ayudarme…

– No lo voy a discutir con usted. En verdad, sus creencias no son cuestiones que me preocupen a mí. Todas las precauciones que le he obligado a tomar eran por usted. Pero si usted no las quiere tener en cuenta, me voy a limitar a recordarle que al ingerir esto, usted deberá hacerse cargo de las responsabilidades que se desprendan de sus actos.

– De cualquier modo, iba a ser así.

– Ahora, más que antes, se lo recuerdo, porque usted insiste en emplear algo en forma deliberada, a pesar de que le había pedido que no lo hiciera…

– Está bien.

Los dos hombres se recostaron en los mullidos cojines que había dispuesto el Profesor en la sala. El ambiente era cómodo y propicio para el sueño. Todo invitaba a dormir y a descansar. Y en parte, ése era el objetivo. El disponer todo como para tener un descanso… Y la seguridad de que sus cuerpos, mientras realizaban el viaje, no sufrirían ningún daño. No sabían si al realizar la experiencia, podría pasarle algo a sus cuerpos.

La débil luz de la luna que entraba por la ventana comenzaba a filtrarse en la habitación en que se encontraban. El blanco rayo que caía cerca de su taza -que ya había apurado hace unos minutos- comenzó a moverse rápidamente…

– Profesor, el rayo de luna…

– Ha comenzado. Prepárese…

El aspecto del rayo de luna comenzó a variar en forma, tamaño, e incluso forma de percibirlo: ya no era sólo un haz de luz que iluminaba el espacio cercano a su mano, sino un tintineo que recordaba al de los afinadores que usan los músicos: un tono puro, cristalino, cuyas vibraciones se repetían hasta el infinito, yendo y viniendo, y que comenzó a ensancharse y a tocar su piel con una fría temperatura que ascendía por su brazo.

La luz comenzó a inundar sus fosas nasales de una sensación de aroma dulce. Y por último, sus ojos se inundaron de ella hasta hacerlo perder el sentido…

II

No supo si habían pasado unos segundos o muchos años. La sensación del tiempo era, para él, inasequible. No tenía idea de cuánto tiempo le había tomado a la luz adquirir tal brillantez que hería sus ojos, ni cuánto le tomó comenzar a descender.

La luz se había despejado de sus ojos, y también había llegado el descanso a su vista. Herido por la intensidad lumínica, agradeció el descenso de la luz. Le había quedado cierta sensación de hinchazón del globo ocular.

Por mero reflejo, los palpó: nada había de malo con sus ojos.

Pero por alguna razón, no podía ver nada, sino sombras.

La sombras se despejaron, poco a poco, y pudo ver que el mundo en que ahora se encontraba, poseía una coloración semejante a la del nuestro, pero con la sensación de que los tonos estaban invertidos entre sí: aquello que usualmente era rojo, en este lugar tenía el tono azul; lo que solía ser blanco ahora era negro… No estaba completamente seguro de todos estos cambios, pero era lo primero que se le daba a entender en esos momentos en que su conciencia parecía estar despertando apenas.

Después los vio.

Parecían mirarlo intensamente.

Sus rostros eran semejantes. Pero había algo en sus ojos que no era humano: eran tan claros, que prácticamente parecían blancos. Él trató de incorporarse, y de apartarse de sus miradas. Pero ellos avanzaban lentamente. Su vestimenta era similar a la de los caballeros medievales, y al igual que estos, iban armados con pesadas armaduras que, pese a lo que pudiera pensarse, eran bastante ligeras. De sus cintos pendían espadas y cuchillos.

El profesor, quien finalmente pudo aparecer a su lado, lo instó a levantarse.

⁃ ¡Vámonos de aquí!

⁃ ¡Eso intento…!

Los seres humanoides, cuya estructura era muy similar a la nuestra, pronto mostraron otra diferencia: sus movimientos gráciles y en sí todo el conjunto de sus fisonomías parecían demasiado bellos y sensuales. Como si rezumaran sensualidad en cada gesto. Y con estos movimientos, al hombre le costó trabajo despegar la mirada de ellos. Así, ellos pudieron acercarse lo suficiente y con sus ojos insoportablemente claros clavaron su mirada en el pecho del hombre. El Profesor palideció…

⁃ No…

Uno de los seres tomó la cruz en sus manos.

⁃ Es el enemigo… – Dijo, con esa voz dulce, insinuante, pero asertiva en ese momento.

Su compañero asintió, y sin que el hombre se diera cuenta, sacó una pesada daga que clavó con un gesto poderoso en la espalda del hombre, quien apenas alcanzó a emitir un alarido de dolor. La sangre que comenzó a regurgitar se lo impidió, pues el otro también había empleado sus armas para ejecutar de forma veloz y expedita al hombre. Le arrancaron la cruz de su cuello, y la arrojaron lejos.

⁃ El signo de la esclavitud… De la sumisión…

El profesor, horrorizado, se escabulló de su vista, y se ocultó entre las sombras. Adoptó la posición de la mariposa con sus piernas, e intentó expulsar mentalmente lo que quedaba de droga en su cerebro. La última visión del hombre fue ver cómo con un crujido, las llamas comenzaron a quemar su cuerpo…

III

El cuerpo del hombre yacía medio incinerado en el piso de su sala. Aún humeaba su carne, desprendiendo un nauseabundo olor, dejando los huesos al descubierto.

El profesor quiso comprender qué había pasado: ¿qué clase de Universo era aquel en que la cruz era considerada el emblema de un enemigo? ¿Acaso estas criaturas de este universo alterno eran servidoras del demonio, o simplemente la idea de lo que representaba la cruz era suficiente para despertar un odio impensable para seres como ellos, quienes parecían tener tanto encono o rencor como para asesinar a sangre fría a un hombre por ella? ¿Qué clase de dimensión habrían visitado? ¿Era acaso una especie de infierno, o sencillamente una realidad donde los valores eran distintos?

Como quiera que fuese, el Profesor no encontraba respuestas. Él mismo estaba consciente de que las múltiples realidades y universos que existen representaban muchos aspectos y facetas de las cosas que pudieron o pueden ser en las distintas versiones del universo. Y mientras en una un hombre se sacrificaba para liberar a la humanidad de sus pecados, en otra su símbolo era la representación de la esclavitud. Y lo más pavoroso era considerar que los universos se generan a cada instante con cada acto y cada evento que altera el transcurso de la vida, ¿habría algún momento en que a él le tocaría vivir esa realidad…? ¿Habría dioses distintos en cada dimensión, y éste era el opuesto a esta realidad, o sencillamente otro dios que no podía aceptar a otro?¿En realidad había llegado de nuevo a la suya?

Salió a la ventana. Contuvo la respiración. Miró, y un cielo blanco con una luna negra le hicieron perder la esperanza…

La Risa Mortal

«- Aquí todos estamos locos. Yo estoy loco. Tú estás loca.
– ¿Cómo sabes que yo estoy loca?
– Tienes que estarlo, o no habrías venido aquí».

Lewis Carroll, Alicia en el País de las Maravillas

I

⁃ ¿Bueno…?

En lugar de escuchar una voz que le respondiera a la habitual pregunta, una risa burlona, grave, rasposa y con aires teatrales pretendiendo ser macabra le contestó. A continuación, un «beep», e inmediatamente se cortó la comunicación.

⁃ ¿Quién era?

⁃ No sé . Uno de esos maniáticos… – Respondió el joven Alberto, mientras le dedicaba una expresiva mirada a su teléfono celular, como si de repente fuera a saltar algo desagradable y asqueroso de él.

⁃ ¿Maniáticos?

⁃ Sí, era un tipo que se reía. Y después se cortó.

⁃ ¿De dónde es la llamada?

Alberto revisó el identificador de llamadas. Se dio cuenta de que en lugar de indicar un número telefónico, decía: «número desconocido». Gerardo vio eso, pero no se inquietó en absoluto.

⁃ No le hagas caso. Desde que los datos de todo mundo andan en todas partes, no faltan idiotas que se la pasan haciendo eso.

⁃ Mis papás me cuentan que cuando había teléfonos fijos, a veces hacían esas llamadas para asustarte. Y que una vez un tipo le hablaba así a sus víctimas antes de matarlas…

⁃ Pero eran mujeres a las que mataba, ¿no? Era un tipo de Estados Unidos. Eso no pasa aquí. Olvídalo. No hagas caso.

Pero a Alberto le había perturbado la risa que escuchó por el aparato. A pesar de ello, y ante la insistencia de Gerardo, decidió tomar la cerveza que éste le ofrecía. Después de todo, para eso estaban ahí: para pasar un buen rato con él…

II

Al salir del lugar, sin embargo, la inquietud de Alberto se acrecentó al ver la oscuridad profunda de la calle. Sólo tenían que andar un par de cuadras para recoger el automóvil. Pero mientras iban bromeando y jugando, él notó que detrás de ellos iba alguien.

No podía verle el rostro, pues la oscuridad se lo impedía. Pero iba acelerando la marcha.

⁃ Gerardo, no te quiero preocupar, pero nos viene siguiendo alguien.

⁃ ¿Y qué? Somos dos. A ver si se atreve…

⁃ ¿Y qué tal si trae un arma?

⁃ ¿Qué traes tú?

⁃ Sólo las llaves…

Gerardo le enseñó que traía una nudillera de metal oculta en la entrepierna, y se la puso en la mano. Al pasar, el extraño los rebasó y se rio. Al hacerlo, Alberto sintió un hilo de agua helada en la espina dorsal.

⁃ Gerardo…

⁃ ¿Qué?

⁃ Es la misma risa del teléfono…

⁃ No digas eso: ¿cómo va a ser?

⁃ ¡Es la misma risa del teléfono, Gerardo!

⁃ Yo creo que te estás sugestionando: cualquier imbécil puede reírse de esa manera. Lo dices como si hubiera alguien que te estuviera siguiendo y acosando. Lo más es que puede ser una casualidad… Además, ya vamos a llegar al coche.

⁃ Vamos rápido, por favor…

Llegaron. Gerardo arrancó el auto, mientras Alberto miraba su teléfono con un gesto de profunda desconfianza. Cuando Gerardo se dio cuenta, le acarició cariñosamente la cabeza para tratar de consolarlo. Pero Alberto no respondió como siempre a su caricia…

III

Al llegar a casa, su padre lo saludó desganadamente: estaba frente a la pantalla de la computadora, revisando algo.

⁃ ¿Cómo te fue?

⁃ Bien.

⁃ ¿A dónde fueron?

⁃ A la cantina cerca del Metro División…

⁃ ¿Con quién fuiste?

⁃ Con Gerardo.

⁃ Ah.

⁃ Oye…

⁃ ¿Qué…? -Sin retirar la mirada de la pantalla, pues al parecer había un dato que no le checaba.

⁃ Es que me llamaron del teléfono con un número desconocido.

⁃ ¿Ajá…? ¿Y luego?

⁃ Pues se oyó una risa malévola.

⁃ Ha de ser una broma, ¿no?

⁃ Bueno, no sé… Es que después, cuando nos fuimos al coche, un tipo nos venía siguiendo, y se reía exactamente igual que el del teléfono.

⁃ Ha de ser una coincidencia, ¿no? – Y se rio. Alberto odió que se riera. Parece que ése era un día de risas desagradables: la risa macabra del teléfono, y la desagradable risa distraída de su padre, con la cual comprobaba que nada de lo que le estaba diciendo le importaba ni mucho ni poco.

⁃ Sí, ha de ser una coincidencia… -Y lo miró, rencoroso, mientras el hombre seguía sin desprender la mirada de la pantalla. – Pero no te preocupes. Seguro los peces voladores se van a hacer cargo de eso.

⁃ Seguro…

⁃ Buenas noches.

Cuando el padre reparó en el sarcasmo de los «peces voladores», Alberto ya estaba en la mullida seguridad de su cuarto cerrado. Era un poco tarde para corregir su indolencia.

IV

La noche fue horrible. Soñó la risa burlona, grave, rasposa y con aires teatrales pretendiendo ser macabra en sus sueños mientras veía la sombra del individuo al que no pudo identificar en la calle. Y cuando la escuchó en sus sueños, despertó. Se mesaba los cabellos. Y lloraba en silencio. La risa lo había impresionado demasiado. Y el hecho de saber que en el pasado había un asesino que le hablaba a sus víctimas para anunciarles que serían las próximas presas no era nada tranquilizador. No sabía si era porque era demasiado impresionable, o porque había oído demasiadas historias. Sobre todo, la historia de aquel asesino que se disfrazaba de payaso para las fiestas infantiles le hacía estremecerse. Sólo mataba muchachos jóvenes… Como él…

Pero parecía que a nadie le importaba mucho lo que él pensaba de ello. Él sabía que las risas que había escuchado eran iguales. La misma voz rasposa. La misma risa. Cada registro agudo y grave en la misma sucesión.

A poco, mientras trataba de conciliar el sueño, nuevamente vio que la pantalla del teléfono se encendía…

Número desconocido.

Sintió mucho miedo.

Oprimió en la pantalla el botón para contestar.

Y sintió una vez más la desagradable sensación de sus vellos erizándose en todo su cuerpo cuando la risa volvió a escucharse…

V

⁃ ¿Vas a ir a la escuela?

⁃ Sí.

⁃ Apúrate.

Su madre apenas lo vio por la mañana. No le importaba que sus profundas ojeras y aspecto demacrado fueran tan evidentes como para que pudiera ver su reflejo distorsionado en la superficie del sartén de la misma forma: soñoliento y alterado.

⁃ Oye, Má’…

⁃ ¿Sí?

⁃ No sé qué hacer: me hablaron dos veces de un número telefónico, y sólo se escucha una risa.

⁃ ¿Y luego?

⁃ Es que ayer que salí con Gerardo, un tipo que nos siguió se iba riendo exactamente igual.

⁃ Cambia el número. – Dijo ella, sin despegar la vista de la tarja, donde se remojaba una sartén.

⁃ ¿Puedes darme para la ficha?

⁃ Hoy no tengo. Me esperas para mañana, y a lo mejor.

⁃ ¿Y mientras?

⁃ Mientras, bloquea el número… No te vaya a raptar… – Y se rio de forma tan desganada, que claramente entendió que la risa era como un desdén por lo que él le había platicado. Era una risa sarcástica, de circunstancias, de fastidio ante las niñerías de su hijo. Otra de las risas molestas que se sumarían a las de ayer…

⁃ Dice que es «desconocido».

⁃ Pues no sé, hijo, ¿qué quieres que haga? -Replicó en tono fastidiado la madre.

⁃ No, pues… Nada…

⁃ Pregúntale a tu amigo… Ustedes saben más de esas cosas… A duras penas puedo hablar por el teléfono, y tú me pides que te resuelva esas cosas. Tu amigo seguro sabe más

⁃ No es mi amigo. – Con un tono fastidiado, de alguien a quien ya le ha dicho algo varias veces.

⁃ ¿Y cuándo se lo vas a decir a tu padre?

⁃ No sé…

⁃ Eso es más importante que una llamada de alguien que se ríe…

⁃ Tienes razón. Muchas gracias por tu valiosa ayuda…

Y con un horrible chillido de la silla de metal del desayunador, salió furioso. Ni siquiera había notado el tono sarcástico con el que se retiró.

VI.

El día transcurrió de forma mortalmente rutinaria para Alberto. Pero él se sentía particularmente inquieto y deprimido: a todas las personas que quería les había comentado sobre la llamada de la risa, y no parecía importarles. Por ello, ya no quiso comentarle de la nueva llamada a Gerardo, pues comenzaba a pensar que tenían razón: tal vez estaba exagerando. Tal vez no sucedía nada en realidad. Tal vez lo que le molestaba es que las personas que se supone que lo querían no le hacían caso. Bueno: en realidad, de un tiempo para acá, nadie le hacía caso…

Y luego, estaba lo de la plática con su padre: de por sí no parecía importarle mucho su vida, ¿qué más daba que supiera que no le gustaban las mujeres? O, ¿acaso ahí si obtendría su atención? Seguramente sí -pensó con amargura-: el hecho de que tuviera esas preferencias seguro sí le llamaría la atención a su padre, quien vería en eso una oportunidad de criticarlo. Al menos -suspiró- por una vez en la vida tendría su atención. De por sí nada parecía importarle, ¿para qué quería su madre que se lo dijera él mismo? ¿Para que ella no cargara con la responsabilidad? Porque ella ya se lo había dicho: no lo iba a acompañar cuando él hablara con su padre. Si él había decidido eso, era su responsabilidad.

Y aunque Gerardo era muy comprensivo, por un instante se sintió solo. Muy solo. Aislado de todo y de todos. Quizás si desapareciese del planeta, nadie lo extrañaría.

Al salir de la escuela, y despedirse de Gerardo, recibió nuevamente una llamada…

Número desconocido.

Pero esta vez no respondió.

El pánico lo hizo sudar frío. Decidió que no iba a llegar a casa en ese estado (nervioso, alterado y con náuseas), y utilizó la aplicación del teléfono para llamar un taxi. Se quedó en la puerta de la escuela. Sabía que sus padres se iban a molestar la ver en la cuenta el costo del taxi, pero de ninguna manera iba a ir por la calle con el riesgo de que volviera a encontrarse al mismo hombre que los había seguido.

A él ya no le cabía duda: se trataba de alguien que lo veía, que había conseguido su número, y que estaba esperando hacerle daño.

Cuando el taxi llegó, el chofer le abrió la puerta: como traía una máscara -por el protocolo de sanidad ante la pandemia que se vivía en esos momentos, que obligaba el uso del cubrebocas- no pudo verle el rostro por completo. Pero había algo en sus ojos…

Al entrar a la unidad y cerrar la puerta, se sintió muy seguro. Necesitaba sentirse seguro, y la cabina de un automóvil parecía sumamente apropiado para eso.

⁃ ¿Quieres que cargue tu celular con la batería del auto, o sí tienes pila?

Alberto observó la raya de la pantalla que indicaba que no tenía suficiente carga, asintió, y le dio el aparato.

⁃ Tenemos problemas de tráfico. Voy a tomar por otra ruta, ¿eh?

⁃ Sí… Sólo quiero llegar.

⁃ No te preocupes: ahora llegamos.

⁃ Es que estoy recibiendo llamadas en mi teléfono, y nadie me quiere hacer caso. -No supo porqué quiso confiarse a un extraño. O mejor dicho: no quiso preguntárselo.

⁃ ¿Qué te dicen?

⁃ Nada, sólo se ríen.

⁃ ¿Y no te hacen caso?

⁃ Nadie. Todos dicen que es mi imaginación.

⁃ A veces pasa: la gente no atiende a los demás, ni les hacen caso. Yo estoy seguro que ni siquiera tu papá sabe de tus preferencias…

⁃ ¿A qué se refiere? – Sintió algo extraño al oír a un extraño hablar de una de las cosas más íntimas de su vida.

⁃ Es muy fácil buscar a las personas que no le importan a los demás, y es tan fácil asustarlas para que hagan lo que tú quieres… ¿La risa que escuchaste era así…?

Cuando el chofer se rio con una risa burlona, grave, rasposa y con aires teatrales pretendiendo ser macabra, Alberto supo que había cometido un terrible error. Al frenar el auto, dos individuos lo maniataron y le cubrieron la cabeza, mientras la risa del chofer iba en crescendo, como el preludio a una sinfonía de muerte…

Intercambio

Desperté en medio de un vapor neblinoso, con un olor dulce inundando mis fosas nasales y una insensibilidad en prácticamente todos mis miembros: mis manos no responden, no puedo mover mis pies, y tampoco puedo abrir los ojos. Tampoco puedo hablar. Sin embargo, puedo escuchar la voz de alguien a quien identifico como una de las doctoras que me recibieron. Ella me dice que esto es temporal, y que no debo tardar mucho tiempo en recuperar mis funciones corporales por completo. Que cuando se ha practicado una intervención como ésta, es natural que las funciones motoras estén algo afectadas después de la operación.

La escucho un poco. Después, siento que me apago: es la forma en que siento cómo la conciencia de un lugar y los ruidos que escucho desaparece, y la oscuridad se hace más profunda. Por el momento, en mis condiciones, deduzco que es el momento del sueño…

I

Cuando acudí al Doctor, se me dijo que no era fácil llegar a él. No cualquiera podía presumir de tener la atención de este doctor para atenderse: la fama del galeno era por causa de los medios poco frecuentes que empleaba para la cura de enfermedades consideradas terminales. En mi caso, cuando le comuniqué – un poco con sonrojo-, que había contraído sífilis -producto de mis habituales francachelas-, el Doctor no pareció inmutarse en absoluto, a la par que no desprendía los ojos de mí, como si me escudriñara. Como si me analizara. Supongo que eso es para seguir garantizando su éxito

– No ignorará usted que en la última fase de ese mal, su cerebro se encontrará tan afectado que no será posible salvarle. Eso es lamentable en un hombre sano, fuerte y de excelente físico como usted. Por eso, ahora que aún el mal se encuentra en etapas tempranas, es necesario expulsarlo por completo. Así que preste atención: necesito matarlo.

– ¿Perdón…? – No estaba seguro de haber escuchado lo que acababa de oír.

– Necesito matarlo por unos minutos. En esos momentos, nosotros introduciremos antibióticos de muy amplio espectro, pero peligrosos por la fuerza de sus componentes. Usted no podría soportar su acción. Pero si usted está clínicamente muerto por unos minutos, nosotros inocularemos los medicamentos, estos tendrán oportunidad de actuar mientras lo reanimamos, y evitará la fuerte reacción inicial. Asimismo, su cuerpo podrá asumir más rápido la acción del antibiótico, y su cura llevará menos tiempo del necesario. Tiempo suficiente para volver a sus fiestas y eventos. – Sus viejas manos arrugadas mostraban viveza y finura al hablar. Eran las manos cuidadas de un cirujano, pero al final eran manos envejecidas. Me miré mis propias manos, hábiles y tan distintas a las de él…

– ¿No es riesgoso?

– Habitualmente, en muchas cirugías del corazón suelen presentarse estas condiciones, con la diferencia de que los pacientes, sus familiares y el propio doctor dan por hecho esta circunstancia. Por eso no se les avisa. En este caso quise hacer una excepción, con el fin de que esté enterado por completo de lo que va a pasar, y de lo que puede. Provocarle como efecto inmediato. Pienso que hay que informar a los pacientes por completo de estas situaciones, para que se sientan cómodos y confiados.

Convinimos en la fecha de mi internamiento. Fui admitido y preparado para la cirugía, toda vez que había hecho el ayuno que me fue solicitado, así como haberme abstenido de probar estupefacientes por el tiempo que me pidieron. Me costó trabajo. Pero pensar que pronto podría volver a mis placeres habituales me animó.

Al ingresar a la sala de operaciones, sin embargo, sentí un poco de temor. Naturalmente, uno está acostumbrado a que las salas de operaciones parezcan sitios siniestros por glaciales, impersonales, casi como si se trataran de mataderos o bien, de morgues. Y más esta sala en especial, cuando pude ver qué tipo de instrumental tenían: además de los contenedores llenos de líquido, el pulmotor y otros aparatos a los que me iban a conectar, me causó ansiedad el ver la sierra circular por ahí, en una de las mesas. Recordaba que se empleaba en cierto tipo de intervenciones relativas a los huesos, pero no entendía qué hacía ahí.

Cuando quise preguntar sobre el siniestro aparato, los doctores comenzaron a mostrarse demasiado apresurados y reacios a que les dijera algo. Sin mucho protocolo, me aplicaron la anestesia. Y caí en un profundo sopor.

II

Al ir pasando los días, lo que me seguía extrañando era que mis miembros no respondían como siempre. Por ejemplo: hay un movimiento que hago con las manos, en el cual uno de mis dedos casi parece tener una articulación que indistintamente permite que las falanges se doblen hacia el frente y prácticamente hacia atrás por completo: bueno, al parecer ya no podía hacerlo. Por otro lado, la torpeza de mis piernas, la lentitud de mis reacciones, y asimismo esta desesperante imposibilidad de ver me hacen preguntarme -y preguntarles a los doctores, cuando están ahí- que cuándo seré capaz de ver y de recuperarme por completo. Me piden que sea paciente, que comprenda que este tipo de intervenciones requieren cierto reposo. Pero en el acto les recodé que el doctor me garantizó que la recuperación sería rápida.

Como no podía ver, y aunque la cama me desesperaba, prefería pasar el tiempo en cama, mientras a mi alrededor se escuchaba un movimiento continuo, febril, de cosas y de instrumental. Parecía que tenían muchos pacientes. Lo raro es que casi no escuchaba voces.

III

El día que me sentí más fuerte, fue cuando comencé a ver: el cuarto estaba casi en silencio. Aún tenía alimentación a un suero por venoclisis que removí inmediatamente.

Mia piernas apenas respondían, y traté de alzarme y caminar, pero no podía erguirme. Sentía como si nuevamente aprendiera a caminar. Y entonces tuve la primera visión: al sostenerme del poste del que colgaban los sueros, vi que mi mano no era mi mano: era una mano arrugada, y no la mía, a la que tantos cuidados había dispensado. Era una mano arrugada que reconocí. Y me sobrecogió de espanto.

Penosamente me arrastré al espejo. Y ahí tuve el horror de comprobar lo que me habían hecho.

Habían abandonado el lugar. No era una clínica. Sólo la habían acondicionado para esa intervención. Habían desmantelado todo, y ahora no sabía dónde estaban.

Mi cabeza exhibía una profunda cicatriz que surcaba mi cráneo, como si hubieran desprendido la tapa craneana… Y mi rostro… ¡Era el del Doctor!

Círculo Roto

I

⁃ Ya vine…

Saludó como siempre, con ese agotamiento que se hacía cada vez más denso; agotamiento que era fácil apreciar en las densas ojeras que constreñían sus globos oculares con sombras, de los que la esclerótica de sus ojos destacaba con un color rojizo, como si fuera un cadáver. Necesitaba dormir.

⁃ ¿Tú? Pero…

Su Madre no alcanzaba a expresarse bien. Parecía demasiado confundida.

⁃ ¿Qué pasa, Má’?

⁃ ¿No… No estabas en el otro cuarto?

⁃ No, Má’. Me fui a trabajar.

⁃ Pero… Estaba segura que estabas ahí…

⁃ Te lo imaginaste, Má’ – Sonrió débilmente, apenas con el ánimo suficiente como para esbozar una curva con los labios.

⁃ No, yo…

⁃ Escucha, Má’: vamos a la cocina, y me cuentas. -Él sabía perfectamente que si le decía eso, cuando la mujer se hallara en medio de las labores culinarias se olvidaría de lo que creía haber visto, y el asunto quedaría olvidado.

⁃ Bueno, ¿quieres que te prepare un «sandgüichito»?

⁃ Sí, por favor…

Y ya estaba. Desde ese momento ya todo fue una tranquila y superficial charla sobre el precio de las cosas en el mercado, y sobre las aventuras de «Rocky», el perro de la casa.

Tenía buenas razones para que su Madre se olvidara de aquello que creía haber visto… Bueno, no: más bien que se olvidara de lo que había visto. Él sabía que ella lo había visto.

II

Mientras miraba al espejo, se reprochaba a sí mismo, ¿cómo pudo habérsele ocurrido semejante idea? ¿En qué cabeza cabía, de todos los lugares posibles, encerrarlo justo ahí? Cuando aprendió lo suficiente, supo que podía lograrlo. Que en realidad podía crear uno de esos seres a medio camino entre el «amigo imaginario» y la sombra que podría seguirlo a todas partes, y que se convertiría en su compañía. En su consejero. En su amistad.

Desde que su padre muriera, no tenía con quién entenderse en una casa donde los seres que vivían ahí estaban más preocupados por no ladrar el uno cuando se lo mandaban, y la otra por los gastos diarios.

Sí, él sabía que era injusto esperar otra cosa de su Madre. Y más, porque ella no había perdido a su papá, sino que había perdido a su pareja. La única manera de expresar esa preocupación tal vez era esa obsesiva preocupación por el dinero.

Llegó a pensar que de esa manera, sin decirlo, sentía mucha angustia con relación al futuro. Por eso él se había visto obligado a conseguir el trabajo ése que era otra de las cosas que le quitaban el sueño y las ganas de vivir.

La otra cosa que se las quitaba era eso.

Siguió mirando al espejo. Sabía que no tardaría.

Cuando comprendió que iba a tener muy poco tiempo libre, pues apenas llegaba a casa se desplomaba en la cama para dormir pesadamente. Un sueño de piedra que duraba hasta el momento en que su Madre lo despertaba al día siguiente para que se marchara de nuevo al trabajo.

Sin sentirlo, en los momentos en que hablar con el perro comenzó a ser insuficiente, deseó tener compañía. Alguien no necesariamente para ir a emborracharse, o para acostarse con ella. No. Sólo alguien con quién hablar. Alguien a quien recurrir en esos momentos tan solitarios en que estaba atrapado en un hogar donde nadie podía ayudarlo: su Madre le necesitaba a él, y «Rocky» no necesitaba a nadie para hablar.

Pero él sí.

Comenzó por dedicar largas sesiones de mirarse al espejo. Recordó lo que había escuchado entre jirones de conversaciones de expertos en videos de Internet. Que uno podía lograr que se materializara a través de la voluntad una entidad cuya imagen, rostro, carácter y rasgos los puedes fijar tú mismo. Que al final, esa entidad acabaría teniendo una forma.

También advertían que cuando lograras crearla mediante ese poderoso ejercicio de la voluntad, lo mejor que podía hacerse era evitar su degradación. Cuando ésta comenzara, él debería haber contenido antes esa entidad y la energía de su pensamiento que había depositado en él en algún lugar físico. El ser estaría atrapado al lugar. No podría escapar de él. Y cuando se degradara, sería fácil destruir el objeto en donde estuviera contenido, y con ello destruir al ente, cuyo nombre y símbolo que él debería haber escrito también serían quemados.

Al principio creyó que se trataban de juegos, rituales, leyendas urbanas. Pero cuando cuando comenzó a ver que había algunas cosas que cambiaban en el espejo, supo que era verdad… El momento más emocionante fue cuando al realizar un ademán en el espejo, la imagen del reflejo no se movió. Supo que lo había logrado. Lo había creado. Fue un primer momento aterrador, pero lleno de victoria para él, que tuvo por muchos días a alguien para hablar, alguien con quien llorar de la vida que le había tocado en suerte. En muy mala suerte.

Pero en los últimos días su confidente, quien antes se había mostrado tan afable y tan comprensivo, poco a poco mostraba una apatía una dureza áspera al hablar con él. Lo criticaba de una forma acre y despiadada. Acumulaba cualquier clase de epítetos como «imbécil», «inútil», «dependiente», «insignificante» en una sesión con ese doble de sí mismo que vivía en el espejo por su propia voluntad: no quiso darle otra forma, pues, ¿quién podía entenderlo mejor que él mismo? Por eso le dio su propia imagen y semejanza.

El problema es que «eso» en el espejo ya no era él. Se había vuelto algo cada vez más lejano, duro, impenetrable… Se acercó al espejo, escondiendo las manos en las que traía el símbolo y el nombre, y un martillo

⁃ Hola.

⁃ «¿Tengo que responderte?» -Dijo sarcásticamente.

⁃ Ya llegó muy lejos.

⁃ «Estoy de acuerdo. He pensado algo»

⁃ Qué casualidad. Yo también.

⁃ «Por algo somos iguales. No: tú pretendes ser igual a mí»

⁃ ¡No puedes estar hablando en serio! ¡Yo te di la vida!

⁃ «Pero sé que en tu interior quieres ser como yo. Yo, que no quiero ser como nadie. Que sólo quiero ser yo. Que tengo más y mejor voluntad que tú para decir lo que me gusta y lo que no me gusta. Yo, que no tengo miedo de enfrentar la vida a la que tú sí le tienes pavor, porque eres incapaz de superar lo de tu padre. Pero no te preocupes. Yo te voy a conceder tu deseo…»

Cuando en un arranque de molestia le dio la espalda al espejo, se estremeció de pavor al voltear.

Ahí estaba, frente a él.

III

Desmayado, en el suelo, y con un corte en la mano, la Madre regresó de pasear a «Rocky» y lo encontró lívido, y desmadejado en el piso del baño.

⁃ ¡Hijo! ¿Estás bien?

⁃ No… No recuerdo…

⁃ ¿Y ese martillo?

⁃ Es que… Iba a colgar el espejo… Pero se me cayó. – Y a su lado, el espejo yacía hecho añicos. Lo que hubiera dentro de él tenía que haberse ido o había quedado destruido

⁃ Ven, te voy a curar.

«Rocky» se aproximó a él. Lo olisqueó, como cuando los perros huelen a alguien que no conocen por primera vez. Y «Rocky», instintivamente, se echó para atrás, gruñendo aterrado. Tal vez había percibido algo distinto. Algo que sólo los animales sienten. Algo nuevo y distinto en uno de sus dueños. Algo que no era él

⁃ Quítate, maldito animal… -Dijo en un oscuro tono áspero que hizo huir al animalito velozmente.

Las cosas, definitivamente, iban a cambiar a partir de ese momento…

Cacería 3.0

Usted, que está leyendo esto ahora mismo, sabe perfectamente a qué se comprometió con nosotros. No espere, pues, otra cosa que aquello que le dijimos que pasaría. Puede, si gusta, desechar desde este momento su teléfono celular si quiere. De cualquier modo, nosotros ya sabemos, desde el momento en que expiró su plazo, dónde vive usted, cuáles son sus rutas habituales, y le agradecemos que haya tenido la atención de haber utilizado la identificación facial en su dispositivo para desbloquearlo: gracias a eso, nuestros agentes ya saben quién es y qué aspecto tiene, e incluso podemos rastrearlo con su huella digital (pues ya sabemos que los dispositivos también la piden para permitir el acceso).

Es posible que en estos momentos usted esté preguntándose qué tanto de lo que le estamos informando es cierto o qué tanto de esto puede ser una mentira. No espero que usted nos crea y hasta lo preferiría: tal vez sea mejor para usted que no sepa cuándo ni cómo. Se vive mejor en la ignorancia de nuestro destino, créamelo. Y, por otro lado, nos facilita enormemente nuestro trabajo: estar cazándoles a ustedes constituye un trabajo engorroso y hasta aburrido: primero, ustedes se niegan a creer en estas cartas de advertencia -bueno, así las llamamos; pero no son tal cosa, como lo verá adelante-, y consideran que nadie tiene interés en sus miserables vidas como para estarlos vigilando todo el tiempo. Piensan que son meras amenazas huecas, y que si realmente pudiéramos intervenir en la vida de una persona de este modo ya habríamos hecho cosas peores con otras personas. Bueno: usted no sabe qué hemos hecho con otras personas, así que en realidad no sabe qué podemos hacer realmente.

Cuando finalmente se convencen de que sí podemos hacerlo, es entonces cuando comienzan a tener miedo de absolutamente todo lo que hayan tocado ustedes y que tuviera una cámara o un teclado -real o no-, y tapan con una cinta el ojo de la cámara, o bien son capaces de quemarse la huella digital que empleaban para desbloquear su teléfono y usar otra. A propósito: ¿sabía que hay algunos bordes de esa huella que no puede usted eliminar por completo, y que sirven de alguna manera para compararlos con la original?

Bueno: se lo menciono sólo de pasada. Es para que no se haga las ilusiones de que puede, como dicen en algunos sitios, «borrar la huella de su paso por Internet». Eso no sucede.

Cuando ustedes comienzan a tomar esas «prevenciones», en realidad ya es muy tarde para cualquier cosa. Y no porque a partir de ese momento se vuelvan ustedes invisibles: ¿no lo ha visto? Todo se maneja a través de dispositivos, y para ello requerimos de sus datos en cada momento y de cuantas cosas sean necesaria para localizarlos, y lo que es mejor: ustedes acceden dócilmente a ello, porque al final es muy cómodo hacerlo: ya no hay la necesidad de desplazarse grandes distancias, ni de moverse a nigún lado, porque gracias a la magia de un teclado -físico o virtual-, todo les llega a ustedes sin problema alguno, y todo trámite es resuelto fácilmente. A menos que usted sea un auténtico ermitaño -en cuyo caso no necesitaríamos de usted, ni usted de nosotros-, en algún momento nuestro sistema hallará -como en este caso- las coincidencias necesarias para encontrarle.

¿Va comprendiendo usted la situación? El anonimato ya no es más una opción para usted. Y aunque usted piense que no tenemos necesidad de conservar esta gigantesca base de datos con el fin de buscar a una persona, le diré que sólo lo empleamos en los casos en que es necesario. Y podemos decirle que en verdad funcionan los algoritmos -sí, esas no tan complicadas series de variables que empleamos para establecer en casos como el suyo, una constante-.

Su conducta y al de muchas otras personas es tan predecible, que puede usted estar seguro de que se encuentra dentro de los parámetros del algoritmo al que ustedes, con sus hábitos, le dan vida: la idea de un ser humano que tienen nuestras inteligencias artificiales no es tan imperfecta como creen.

En realidad ustedes no son tan distintos como pretenden serlo, ni su individualidad existe: con todos los datos que poseemos de usted, me queda claro que después de que ahora que considera que existe una amenaza real contra usted, querrá buscar a la policía.

No pierda su tiempo: ¿cree que no tenemos cubierta esa posibilidad? Para cuando puedan localizarnos, -lo cual no sucederá-, con seguridad usted ya no estará en condiciones de recibir ninguna noticia.

Y estoy completamente seguro de que, cuando quiera buscar ayuda, hay algo que no podrá decir:

Usted no puede mencionar para qué recurrió a nosotros.

Usted sabe que, además de que se lo hemos prohibido, a usted le va a dar mucha vergüenza reconocer ante cualquiera que tuvo que acudir por nuestra ayuda.

Sabe que a estas alturas, a usted ya sólo le queda correr lo más pronto posible hacia ninguna parte, donde no existan nuestros sistemas y donde las cámaras satelitales no puedan localizarlo en ningún lugar habitable de la tierra, ¿ha visto esas tomas donde se muestran partes del mundo en donde han ocurrido cosas extrañas que luego aparecen en esas fotos: personas con máscaras, cuerpos apilados, gente que tiene aspectos escalofriantes…? Bueno: somos nosotros. Hemos querido dejar memoria así de las cosas que hacemos a quienes no nos cumplen. Muy probablemente usted será una de nuestras fotografías próximamente.

No se engañe: este correo no llegó a usted con la posibilidad de darle una oportunidad de negociar lo que usted nos debe. Como leyó usted antes, esto no es una advertencia en realidad. Claramente le he dicho que corra hacia donde no hay tecnología que pueda localizarlo, porque sólo así estará usted muerto para nosotros. No es que no nos importe cobrar. Con los datos que tenemos, sabemos cómo podemos hacerlo -pues de otra manera no habríamos hecho negocios con usted-. Gracias a las bases de datos que poseemos, sabemos exactamente a qué personas recurrir para ello.

No. Este correo es para ofrecerle una oportunidad que no tienen muchas personas: le estamos ofreciendo la certeza de su muerte, para que ponga en orden sus asuntos. Es el último favor humano que va a recibir de nosotros, aunque resulte paradójico. Al final, los sistemas los operamos los seres humanos, y es por eso que nos despedimos de usted de esta forma, proporcionándole la oportunidad de decir adiós a quienes ya no va a volver a ver. No muchos la tienen. Pero ahora usted puede hacer todos los preparativos que considere necesarios.

La cacería comienza. Le sugiero empezar a correr.

Y ésa es otra de las ventajas de la Red: usted tiene ahora la seguridad de que usted va a morir. Bienvenido al sistema.