La Muerte Flotante

José no soportaba más. Sentía que  las paredes comenzaban a arrastrarse hasta acercarse hasta él todo lo posible. Su cercanía lo asfixiaba, le impedía respirar, le daba sensación de encierro… Y recordó que efectivamente, estaba encerrado por órdenes del doctor de a bordo.

Antes de zarpar se les había advertido que deberían cumplir la ruta en el tiempo estipulado. De lo contrario, se arriesgaban a que las autoridadades gubernamentales de aquel país impidieran desembarcar a sus pasajeros. Se trataba de una misión contra el tiempo. La peste se había extendido por todo el globo terráqueo. Las escenas de la televisión parecían alarmistas: imágenes de hospitales atestados de pacientes, otros tantos conectados a máquinas de respiración artificial, decenas de cuerpos yaciendo en los patios interiores de los hospitales, las gruesas y feroces columnas de humo blanco ascendiendo velozmente desde las chimeneas de los hornos crematorios del país, que trabajaban a toda velocidad para reducir los cuerpos a cenizas lo más pronto posible, en un gesto algo histérico de la gente por verse libres de todo rastro y todo resto humano que pudiera traer consigo la decadencia de la peste: la lenta putrefacción interna de varios órganos, la incapacidad muscular; y sobre todo, la angustiosa necesidad de respirar con los pulmones congestionados, dando la impresión de una asfixia permanente.

De la misma aterradora forma que se manifestaba la fiebre que desembocaba en la meningitis, con los dolores musculares, los escalofríos y la fatiga, la pérdida de apetito y los temblores que en algunas ocasiones los galenos improvisados de internet confundían con un muy fuerte resfriado, de la misma forma esta peste causaba daños irreversibles, después de asolar al cuerpo y destruir sus defensas hasta dejarlo indefenso al ataque de cualquier infección. Los menos afortunados sobrevivían hasta hoy en día con una media vida de arrastrar malestares crónicos que los incapacitaban para desarrollar cualquier clase de actividad física no digamos fuerte, sino apenas algo agitada. Los más afortunados se morían.

Y la fortuna sonrió a uno de los pasajeros del crucero que surcaría el Golfo. Ello, después de que se reportara a la tripulación que la peste había venido con uno de sus pasajeros, quien había tenido contacto con varios de ellos. Se trataba de un hombre mayor con un gran entusiasmo y saludable apetito por las mujeres, y que no había perdido la oportunidad de manifestarles sus intenciones. Por ende, antes de desfallecer casi ahogado por la falta de aire en el baile de fin de semana, ante el azoro y espanto de la gente que lo vieron revolcarse en el suelo con el rostro violáceo y los ojos saltones por la falta de oxígeno, decidieron que había la necesidad de ocultar el evento cuando tocaran puerto.

Mas ello fue imposible: las autoridades portuarias estaban obligadas a aplicar la prueba, y como era de esperarse, varias personas estaban infectadas. A la nave se le impidió que desembarcara alguien. Nadie podía abandonar la nave. Las súplicas del capitán, quien repetidas veces se había intentado comunicar con sus jefes sin obtener respuesta,  fueron sólo atendidas a medias: él había ofrecido que se llevaría de vuelta a los infectados. Pero las autoridades portuarias no cedieron un ápice en su prohibición: nadie iba a tocar tierra. Se les proporcionaría el combustible, los víveres y adicionalmente grandes cantidades de máscaras desdechables para protección de los pasajeros, pero nadie podía desembarcar.  Aquello, aunado a la devolución de dinero que haría la empresa al no haber cumplido con la ruta, eran pérdidas que el capitán y su tripulación deberían afrontar.

Las nuevas normas para viajar en el crucero fueron terminantes: nadie iba a salir en determinadas horas del día de su camarote: ni pasajeros, ni tripulación. Toda salida al exterior debería ser con máscara. La distribución de alimentos se convirtió en una digna de una barraca de soldados, con turno, filas y trastes propios (a cuenta de la empresa del crucero, con el fin de que los ayudantes del cocinero tuvieran que tocar trastos de personas infectadas). 

La gente estaba harta de estar surcando las aguas, y más ahora que los eventos habían sido cancelados, y que de un golpe habían pasado a ser de viajeros en clase preferente en un viaje de ocio y diversión a ser simples tripulantes de una nave silenciosa, casi siniestra a la hora del mediodía, cuando el sol pegaba más fuerte y no se veía a nadie caminar por la cubierta ni a babor ni a estribor. Los destellos solares que rebotaban en las superficies cromadas de la baranda de protección en la cubierta daban la impresión de espejismos animados que se deslizaban a medida que se andaba. Y a veces la sombra ominosa de uno de los oficiales a bordo, con gafas oscuras y máscara se aparecía para urgirles que regresaran a sus propios camarotes. Era difícil pensar qué era más aterrador: los brillos que silenciosamente parecían recorrer la cubierta, como apariciones brillantes, o la sombra abrupta de los oficiales sin rostro… Pero al menos, los oficiales eran seres humanos. Los reflejos del sol eran otra cosa. En medio de esa soledad y silencio -pues nadie sentía ganas de escuchar música-, ver las brillantes reflexiones solares desplazarse junto a uno era algo digno de asemejarse a las pesadillas diurnas de los desiertos del Sáhara, o a la Zona del Silencio en Chihuahua: los reflejos adquirían las formas de seres humanos, de criaturas animales imposibles… Y el andar sospechoso, desonfiado y temeroso de los pocos seres humanos que caminaban por la cubierta, como si temieran encontrarse a otras personas de frente, hacían que el ambiente de tensión en el crucero «Fobétor» poco a poco se convirtiera en irrespirable. 

Las horas se hacían largas para José. De por sí, el ingeniero mecánico de a bordo no era una persona demasiado positiva. Pero el impedimento para buscar ese desahogo momentáneo que implicaba el trago cada fin de semana en el crucero le hizo aún más insoportable el encierro en el camarote. El tiempo de ocio en aquel lugar le hacía desear la inspección diaria de las máquinas, y retardarla todo lo más que se pudiera. Sin embargo, cuando ésta concluía, debía regresar a su barraca. Algunos de los pasajeros se habían insurrectado de tal modo, que los oficiales de a bordo habían tenido la necesidad de ejemplificar con uno de ellos hasta dónde estaban dispuestos a llegar si alguien no se avenía a cumplir las órdenes de permanecer encerrados: tuvieron que exhibirlo con las esposas frente a los pasajeros antes de reconvenirlo ante el capitán, y aunque evitaron que tuvieran que ponerlo a resguardo en el separo, únicamente por desobedecer la orden de encierro a las 18:00 horas hasta el día siguiente, era necesario que los pasajeros vieran qué era lo que les esperaba si se indisciplinaban. El pasajero había estado deambulando hasta las 18:15. Ése había sido su gran crimen…

José sabía que a pesar del privilegio de que gozaba al considerársele parte del personal de la tripulación, estaba sometido a las órdenes generales, so pena de que a él, quien no gozaba de la misma blandura que se le dispensaba a los pasajeros por el simple hecho de ser clientes, se le aplicara la misma pena de ser encerrado en el separo.

Sin embargo, tal vez eso era lo de menos.

En las pocas ocasiones en que había podido atisbar por el diminuto ojo de buey de su camarote, había podido percatarse de un peculiar fenómeno: todas las tardes, a la misma hora, un pasajero se apostaba junto al barandal de proa a estribor. Siempre en la misma posición, y con la misma pesada vestimenta… O lo que creía que era una vestimenta. Tan sólo alcanzaba a percibir una sombra profunda que se recortaba contra el brillante disco solar y sus destellos en la cubierta del barco. Una sombra que, de forma inusual, en vez de percibirse con una vestimenta algo más ligera para soportar el calor, iba vestido con una larga gabardina y un sombrero… O al menos, eso parecía. En verdad, desde el ojo de buey del camarote no podía percibirse claramente sino una sombra ataviada con ropas largas y un sombrero.

A continuación, José se sumergió en sus pensamientos: una peste mundial. Ni en sus sueños se le hubiera ocurrido imaginarlo. Parece que eso hubiera pillado desprevenido a todo mundo. Algo inesperado, algo impredecible, algo que por no estar dentro de la lista de posibles catástrofes, nunca habría pensado en prever: para un terremoto puedes seguir ciertas normas con el fin de sobrevivir, puesto que ahora ya existía la tecnología con la cual podía saberse con cierto tiempo de antelación cuándo iba a ocurrir; lo mismo un «tsunami» o incluso algunos ciclones, sin contar los «monzones». Pero una peste… Una enfermedad tan volátil como un resfriado y que, pareciéndose a éste, era letal si se descuidaba. Y nadie podía saber a ciencia cierta si lo que tenía era un resfriado o bien la enfermedad. Eso no podía preverse. Nadie pudo hacerlo. Y a todos les había cambiado la vida.

José pensaba que la vida en los cruceros le deparaba muchas más expectativas de emanciparse de su familia. Sin embargo, con sus poco más de veinticinco años cumplidos, la carrera recién terminada y grandes expectativas de posgrado, había visto esfumarse en un santiamén todas las posibilidades de su existencia. Un título y juventud no eran nada en un mundo asolado por una enfermedad que, de no controlarse en tiempo, sin duda provocaría la extinción de esas personas que le debían a José un buen puesto de trabajo que le permitiera forjarse un futuro promisorio. Después de todo, él lo merecía, ¿o no?

La peste le enseñó en poco tiempo que esa fragilidad que se erigía en su inconformidad, su manifiesta incomodidad con todo y con todos, no eran sino sólo muestras de su fragilidad, de esa necesidad de reconocimiento que provenía de los demás, y de esa incapacidad de enfrentar cosas tan duras como las que ahora les obligaba la enfermedad. Mas, ¿quién lo iba a reconocer en un mundo muerto y desierto, donde nadie tenía muy en claro cuáles eran las cifras oficiales y qué tan ciertas eran? ¿Realmente la gente estaba muriendo como moscas, o sencillamente era una exageración de los líderes de las naciones para obligar a sus ciudadanos a encerrarse?

Cada teoría de conspiración era tan buena como cualquier otra, y estar repasando esas posibilidades iba poco a poco haciendo que el cauce de la razón de José fuera poco a poco desbordándose con tales pensamientos. Y de tanto pensarlo, y con tan pocos estímulos que le ofrecía el pequeño mundo en que estaba encerrado, pensó que tal vez el extraño de la gabardina podría tener la respuesta que estaba buscando. Dentro de su mente turbada por la velocidad con la que se produjeron los acontecimientos por los cuales estaba encerrado, le parecía perfectamente lógico que el extraño hubiera aparecido en esas circunstancias. 

No había podido comentar eso con nadie. Y de todos modos, a nadie habría podido decirle: los oficiales rotaban sus guardias con el fin de que los pasajeros no pudieran sobornar a los de un turno: de ese grado era la tensión que existía entre las autoridades del barco y los pasajeros, entre los pasajeros mismos y los tripulantes. Aislados como estaban, nadie podría saber quién era uno de muchos pasajeros de la nave con una vestimenta tan particular en una hora donde ciertamente el sol amenazaba con hacer hervir el acero de la baranda de proa, ¡y el extraño se apoyaba con las manos desnudas confiadamente!

¿Podría intentar acercarse a él? Estudió hasta el detalle la hora en que el sombrío individuo se proximaba siempre al mismo lugar en proa y a estribor. Cuánto duraba ahí, contemplando el pausado oleaje del Golfo, como si esperara algo. Al hacerlo, también supo la hora exacta en que podría salir sin ser visto por los oficiales.

Y así, se dispuso, con toda discreción, a encontrárselo.

Le turbaba la forma en que sus pasos resonaban en la superficie de la cubierta. Pensaba que éstos alertarían a la tripulación. Pero a medida que avanzaba hacia el extraño, cobraba mayor valor al aproximarse. La zozobra y la incertidumbre lo estaban matando. Su fragilidad manifiesta debido a que sumundo entero parecía desmoronarse era más importante: ¿qué pasaría si ya no podían hacerse cruceros de placer? ¿Qué sucederia si su ingeniería en motores ya no era requerida por naves para viajes por causa de que la gente ya no iba a viajar?

Otro paso.

— Buenas tardes…

Nunca había pronunciado un «buenas tardes» como ése. Como si en ese sencillo saludo hubiera concentrado todas esas preguntas que para él representaban la vida o la muerte tal como él las conocía hasta antes de estar encerrados en el barco.

El extraño volteó.

José sintió como si una cosa fría y viscosa se apoderara de él cuando miró en el fondo de sus ojos negros e inexpresivos…

Al día siguiente, nadie supo cuál había sido la razón por la cual hallaron a José ahorcado. Se habló de un suicidio. Pero en realidad nadie estaba seguro. Si no era eso, entonces además d ela enfermedad habría otro terror que enfrentar: el de un  asesino…

La Muerte flotaba entre ellos: algunos pasajeros contagiados de la Peste se estaban asfixiando, pues el Crucero carecía de medios para proporcionarles el oxígeno que les hacía falta… El mismo oxígeno que José había renunciado aseguir respirando.

Es posible que fuera sencillamente la depresión de José… Pero hasta ahora nadie sabe qué fue del pasajero de la gabardina y el sombrero, que recorría la cubierta hasta mirar al horizonte en la proa a estribor, como si pudiera ver más allá del futuro que ya no tenía la humanidad…

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