La Muerte Flotante

José no soportaba más. Sentía que  las paredes comenzaban a arrastrarse hasta acercarse hasta él todo lo posible. Su cercanía lo asfixiaba, le impedía respirar, le daba sensación de encierro… Y recordó que efectivamente, estaba encerrado por órdenes del doctor de a bordo.

Antes de zarpar se les había advertido que deberían cumplir la ruta en el tiempo estipulado. De lo contrario, se arriesgaban a que las autoridadades gubernamentales de aquel país impidieran desembarcar a sus pasajeros. Se trataba de una misión contra el tiempo. La peste se había extendido por todo el globo terráqueo. Las escenas de la televisión parecían alarmistas: imágenes de hospitales atestados de pacientes, otros tantos conectados a máquinas de respiración artificial, decenas de cuerpos yaciendo en los patios interiores de los hospitales, las gruesas y feroces columnas de humo blanco ascendiendo velozmente desde las chimeneas de los hornos crematorios del país, que trabajaban a toda velocidad para reducir los cuerpos a cenizas lo más pronto posible, en un gesto algo histérico de la gente por verse libres de todo rastro y todo resto humano que pudiera traer consigo la decadencia de la peste: la lenta putrefacción interna de varios órganos, la incapacidad muscular; y sobre todo, la angustiosa necesidad de respirar con los pulmones congestionados, dando la impresión de una asfixia permanente.

De la misma aterradora forma que se manifestaba la fiebre que desembocaba en la meningitis, con los dolores musculares, los escalofríos y la fatiga, la pérdida de apetito y los temblores que en algunas ocasiones los galenos improvisados de internet confundían con un muy fuerte resfriado, de la misma forma esta peste causaba daños irreversibles, después de asolar al cuerpo y destruir sus defensas hasta dejarlo indefenso al ataque de cualquier infección. Los menos afortunados sobrevivían hasta hoy en día con una media vida de arrastrar malestares crónicos que los incapacitaban para desarrollar cualquier clase de actividad física no digamos fuerte, sino apenas algo agitada. Los más afortunados se morían.

Y la fortuna sonrió a uno de los pasajeros del crucero que surcaría el Golfo. Ello, después de que se reportara a la tripulación que la peste había venido con uno de sus pasajeros, quien había tenido contacto con varios de ellos. Se trataba de un hombre mayor con un gran entusiasmo y saludable apetito por las mujeres, y que no había perdido la oportunidad de manifestarles sus intenciones. Por ende, antes de desfallecer casi ahogado por la falta de aire en el baile de fin de semana, ante el azoro y espanto de la gente que lo vieron revolcarse en el suelo con el rostro violáceo y los ojos saltones por la falta de oxígeno, decidieron que había la necesidad de ocultar el evento cuando tocaran puerto.

Mas ello fue imposible: las autoridades portuarias estaban obligadas a aplicar la prueba, y como era de esperarse, varias personas estaban infectadas. A la nave se le impidió que desembarcara alguien. Nadie podía abandonar la nave. Las súplicas del capitán, quien repetidas veces se había intentado comunicar con sus jefes sin obtener respuesta,  fueron sólo atendidas a medias: él había ofrecido que se llevaría de vuelta a los infectados. Pero las autoridades portuarias no cedieron un ápice en su prohibición: nadie iba a tocar tierra. Se les proporcionaría el combustible, los víveres y adicionalmente grandes cantidades de máscaras desdechables para protección de los pasajeros, pero nadie podía desembarcar.  Aquello, aunado a la devolución de dinero que haría la empresa al no haber cumplido con la ruta, eran pérdidas que el capitán y su tripulación deberían afrontar.

Las nuevas normas para viajar en el crucero fueron terminantes: nadie iba a salir en determinadas horas del día de su camarote: ni pasajeros, ni tripulación. Toda salida al exterior debería ser con máscara. La distribución de alimentos se convirtió en una digna de una barraca de soldados, con turno, filas y trastes propios (a cuenta de la empresa del crucero, con el fin de que los ayudantes del cocinero tuvieran que tocar trastos de personas infectadas). 

La gente estaba harta de estar surcando las aguas, y más ahora que los eventos habían sido cancelados, y que de un golpe habían pasado a ser de viajeros en clase preferente en un viaje de ocio y diversión a ser simples tripulantes de una nave silenciosa, casi siniestra a la hora del mediodía, cuando el sol pegaba más fuerte y no se veía a nadie caminar por la cubierta ni a babor ni a estribor. Los destellos solares que rebotaban en las superficies cromadas de la baranda de protección en la cubierta daban la impresión de espejismos animados que se deslizaban a medida que se andaba. Y a veces la sombra ominosa de uno de los oficiales a bordo, con gafas oscuras y máscara se aparecía para urgirles que regresaran a sus propios camarotes. Era difícil pensar qué era más aterrador: los brillos que silenciosamente parecían recorrer la cubierta, como apariciones brillantes, o la sombra abrupta de los oficiales sin rostro… Pero al menos, los oficiales eran seres humanos. Los reflejos del sol eran otra cosa. En medio de esa soledad y silencio -pues nadie sentía ganas de escuchar música-, ver las brillantes reflexiones solares desplazarse junto a uno era algo digno de asemejarse a las pesadillas diurnas de los desiertos del Sáhara, o a la Zona del Silencio en Chihuahua: los reflejos adquirían las formas de seres humanos, de criaturas animales imposibles… Y el andar sospechoso, desonfiado y temeroso de los pocos seres humanos que caminaban por la cubierta, como si temieran encontrarse a otras personas de frente, hacían que el ambiente de tensión en el crucero «Fobétor» poco a poco se convirtiera en irrespirable. 

Las horas se hacían largas para José. De por sí, el ingeniero mecánico de a bordo no era una persona demasiado positiva. Pero el impedimento para buscar ese desahogo momentáneo que implicaba el trago cada fin de semana en el crucero le hizo aún más insoportable el encierro en el camarote. El tiempo de ocio en aquel lugar le hacía desear la inspección diaria de las máquinas, y retardarla todo lo más que se pudiera. Sin embargo, cuando ésta concluía, debía regresar a su barraca. Algunos de los pasajeros se habían insurrectado de tal modo, que los oficiales de a bordo habían tenido la necesidad de ejemplificar con uno de ellos hasta dónde estaban dispuestos a llegar si alguien no se avenía a cumplir las órdenes de permanecer encerrados: tuvieron que exhibirlo con las esposas frente a los pasajeros antes de reconvenirlo ante el capitán, y aunque evitaron que tuvieran que ponerlo a resguardo en el separo, únicamente por desobedecer la orden de encierro a las 18:00 horas hasta el día siguiente, era necesario que los pasajeros vieran qué era lo que les esperaba si se indisciplinaban. El pasajero había estado deambulando hasta las 18:15. Ése había sido su gran crimen…

José sabía que a pesar del privilegio de que gozaba al considerársele parte del personal de la tripulación, estaba sometido a las órdenes generales, so pena de que a él, quien no gozaba de la misma blandura que se le dispensaba a los pasajeros por el simple hecho de ser clientes, se le aplicara la misma pena de ser encerrado en el separo.

Sin embargo, tal vez eso era lo de menos.

En las pocas ocasiones en que había podido atisbar por el diminuto ojo de buey de su camarote, había podido percatarse de un peculiar fenómeno: todas las tardes, a la misma hora, un pasajero se apostaba junto al barandal de proa a estribor. Siempre en la misma posición, y con la misma pesada vestimenta… O lo que creía que era una vestimenta. Tan sólo alcanzaba a percibir una sombra profunda que se recortaba contra el brillante disco solar y sus destellos en la cubierta del barco. Una sombra que, de forma inusual, en vez de percibirse con una vestimenta algo más ligera para soportar el calor, iba vestido con una larga gabardina y un sombrero… O al menos, eso parecía. En verdad, desde el ojo de buey del camarote no podía percibirse claramente sino una sombra ataviada con ropas largas y un sombrero.

A continuación, José se sumergió en sus pensamientos: una peste mundial. Ni en sus sueños se le hubiera ocurrido imaginarlo. Parece que eso hubiera pillado desprevenido a todo mundo. Algo inesperado, algo impredecible, algo que por no estar dentro de la lista de posibles catástrofes, nunca habría pensado en prever: para un terremoto puedes seguir ciertas normas con el fin de sobrevivir, puesto que ahora ya existía la tecnología con la cual podía saberse con cierto tiempo de antelación cuándo iba a ocurrir; lo mismo un «tsunami» o incluso algunos ciclones, sin contar los «monzones». Pero una peste… Una enfermedad tan volátil como un resfriado y que, pareciéndose a éste, era letal si se descuidaba. Y nadie podía saber a ciencia cierta si lo que tenía era un resfriado o bien la enfermedad. Eso no podía preverse. Nadie pudo hacerlo. Y a todos les había cambiado la vida.

José pensaba que la vida en los cruceros le deparaba muchas más expectativas de emanciparse de su familia. Sin embargo, con sus poco más de veinticinco años cumplidos, la carrera recién terminada y grandes expectativas de posgrado, había visto esfumarse en un santiamén todas las posibilidades de su existencia. Un título y juventud no eran nada en un mundo asolado por una enfermedad que, de no controlarse en tiempo, sin duda provocaría la extinción de esas personas que le debían a José un buen puesto de trabajo que le permitiera forjarse un futuro promisorio. Después de todo, él lo merecía, ¿o no?

La peste le enseñó en poco tiempo que esa fragilidad que se erigía en su inconformidad, su manifiesta incomodidad con todo y con todos, no eran sino sólo muestras de su fragilidad, de esa necesidad de reconocimiento que provenía de los demás, y de esa incapacidad de enfrentar cosas tan duras como las que ahora les obligaba la enfermedad. Mas, ¿quién lo iba a reconocer en un mundo muerto y desierto, donde nadie tenía muy en claro cuáles eran las cifras oficiales y qué tan ciertas eran? ¿Realmente la gente estaba muriendo como moscas, o sencillamente era una exageración de los líderes de las naciones para obligar a sus ciudadanos a encerrarse?

Cada teoría de conspiración era tan buena como cualquier otra, y estar repasando esas posibilidades iba poco a poco haciendo que el cauce de la razón de José fuera poco a poco desbordándose con tales pensamientos. Y de tanto pensarlo, y con tan pocos estímulos que le ofrecía el pequeño mundo en que estaba encerrado, pensó que tal vez el extraño de la gabardina podría tener la respuesta que estaba buscando. Dentro de su mente turbada por la velocidad con la que se produjeron los acontecimientos por los cuales estaba encerrado, le parecía perfectamente lógico que el extraño hubiera aparecido en esas circunstancias. 

No había podido comentar eso con nadie. Y de todos modos, a nadie habría podido decirle: los oficiales rotaban sus guardias con el fin de que los pasajeros no pudieran sobornar a los de un turno: de ese grado era la tensión que existía entre las autoridades del barco y los pasajeros, entre los pasajeros mismos y los tripulantes. Aislados como estaban, nadie podría saber quién era uno de muchos pasajeros de la nave con una vestimenta tan particular en una hora donde ciertamente el sol amenazaba con hacer hervir el acero de la baranda de proa, ¡y el extraño se apoyaba con las manos desnudas confiadamente!

¿Podría intentar acercarse a él? Estudió hasta el detalle la hora en que el sombrío individuo se proximaba siempre al mismo lugar en proa y a estribor. Cuánto duraba ahí, contemplando el pausado oleaje del Golfo, como si esperara algo. Al hacerlo, también supo la hora exacta en que podría salir sin ser visto por los oficiales.

Y así, se dispuso, con toda discreción, a encontrárselo.

Le turbaba la forma en que sus pasos resonaban en la superficie de la cubierta. Pensaba que éstos alertarían a la tripulación. Pero a medida que avanzaba hacia el extraño, cobraba mayor valor al aproximarse. La zozobra y la incertidumbre lo estaban matando. Su fragilidad manifiesta debido a que sumundo entero parecía desmoronarse era más importante: ¿qué pasaría si ya no podían hacerse cruceros de placer? ¿Qué sucederia si su ingeniería en motores ya no era requerida por naves para viajes por causa de que la gente ya no iba a viajar?

Otro paso.

— Buenas tardes…

Nunca había pronunciado un «buenas tardes» como ése. Como si en ese sencillo saludo hubiera concentrado todas esas preguntas que para él representaban la vida o la muerte tal como él las conocía hasta antes de estar encerrados en el barco.

El extraño volteó.

José sintió como si una cosa fría y viscosa se apoderara de él cuando miró en el fondo de sus ojos negros e inexpresivos…

Al día siguiente, nadie supo cuál había sido la razón por la cual hallaron a José ahorcado. Se habló de un suicidio. Pero en realidad nadie estaba seguro. Si no era eso, entonces además d ela enfermedad habría otro terror que enfrentar: el de un  asesino…

La Muerte flotaba entre ellos: algunos pasajeros contagiados de la Peste se estaban asfixiando, pues el Crucero carecía de medios para proporcionarles el oxígeno que les hacía falta… El mismo oxígeno que José había renunciado aseguir respirando.

Es posible que fuera sencillamente la depresión de José… Pero hasta ahora nadie sabe qué fue del pasajero de la gabardina y el sombrero, que recorría la cubierta hasta mirar al horizonte en la proa a estribor, como si pudiera ver más allá del futuro que ya no tenía la humanidad…

#LosCuentosDel Cuervo #LaOctavaPlaga

El Espíritu del Arte

I.

Nicolás lanzó un alarido que hizo estremecer a la mujer que estaba con los secuestradores. Ella aún no se acostumbraba a las formas y medios del grupo de secuestradores que habían conformado sus primos y ella: hacer gritar a las víctimas en una video-llamada para aumentar el precio del «rescate», lastimándolos de gravedad con lo primero que se les viniera a la mente lastimarles era la costumbre con ellos. Cortar un dedo, atravesarles un hombro con una aguja al rojo vivo, clavarles agujas bajo la uña… Sin embargo, ella no se habituaba a los gritos de dolor de las víctimas.

Otro golpe.

El estruendo de la tableta de metal, como las que usan los carniceros, aplicando el salvaje golpe de canto sobre las manos de Nicolás, acallaba el crujido de los huesos que dentro de su mano se astillaban en esquirlas de hueso que jamás recuperarían su forma natural. Jamás volverían a moverse con la misma habilidad para arrancarle la piel a una fruta, escribir una nota…

Tocar el piano…

II.

Cuando lograron rescatar a Nicolás, el llanto convulso e incontrolable que pensaban que era de alegría por la inminente salvación, era en realidad por el punzante dolor en sus manos… Y por sus manos.

Estaba vivo. Pero sus manos habían quedado inservibles para volver a tocar.

Ya no sería el «Paganini del Piano», como en algún momento se le había apodado. Incluso llevaba el nombre de Nicolás, como el famoso violinista compositor del complejo Capricho No. 24, pero la vida, en un capricho, le había arrebatado aquello de lo que se sentía mas orgulloso en la existencia.

No.

La vida no.

Un criminal, desesperado por obtener un poco más de dinero para satisfacer su maldita ambición, se encargó de arrebatarle el orgullo que le hacía justificar todas esas horas que le robaba a la convivencia con los demás, al tiempo de soledad sin pareja que pasaba por mejorar su arte.

La soledad.

Nicolás vivía en absoluta soledad por mejorar su arte. El día que hubo de vender su piano por ya no ser capaz de tocarlo, le pidió a uno de sus primos que verificara que el instrumento salía de la casa en buenas condiciones. Creyó que así el golpe por la pérdida del instrumento sería menor. Sin embargo, no tuvo en cuenta las costumbres que había desarrollado, y en cuando pasó por el sitio donde solía estar, y ver que en su lugar había un espacio libre del polvo por tantos años debido al tiempo en que el instrumento había permanecido ahí, derramó lágrimas amargas que lo hicieron estremecerse desde su pecho, con un espasmo que recorría su espina dorsal.

Había momentos en que miraba de forma obsesiva sus manos. Los dedos maltrechos, chuecos -a pesar de los cuidados que recibió desde el primer momento-, tiesos, agarrotados, y -por si fuera poco-  repelentes a la vista se le hacían ajenos. Creía, en momentos, que no eran suyos. Que de un momento a otro aparecerían las manos finas, armónicas, con dedos elongados y perfectos para acariciar con mórbida delicadeza las teclas marfileñas del instrumento. Manos que sentían la vibración desde la punta de sus dedos extendiéndose por todo el brazo cada vez que pulsaba una de las teclas en un piannisimo de ensueño. Sentía que dicha vibración recorría todo su cuerpo, y respiraba al mismo tiempo con ella.

No más.

Era como si le hubieran quitado la respiración. Como si lo hubieran asfixiado. Como si lo hubieran asesinado, y él no fuera sino un espectro vagando por la faz de la tierra; un espectro al que nadie oye, que a nadie le importa, que nadie nota.

Vivía por y para el arte. Nada era más importante… Y ya no lo tenía.

III.

Juan caminaba por aquellas calles que le eran tan familiares, a pesar de que muchos transeúntes las evitaban por su peligrosidad. Y eso era, porque él las conocía perfectamente. Respecto a la peligrosidad, no tenía qué preocuparse de absolutamente nada: el peligro para los demás era él. Por ende, no tenía nada qué temer.

O sí.

Tenía varios días que notaba que alguien lo estaba siguiendo. Le incomodaba sentirse seguido. Pero no podía identificar a su perseguidor.

Sin embargo, no era algo que él no supiera manejar. En todos esos años había generado los suficientes enemigos como para saber que a la calle nunca sales solo. Y sabía que siempre había alguien «echándole ojo» en su barrio, que era donde él se movía.

— Pssst… Oye: ¿cuánto…? — Le preguntó al encapuchado. Éste le dijo un precio que le sorprendió. —¿Es en serio?

— Sí. Es en serio. Pero sólo en mi casa.

— ¡Aquí traigo el dinero! Sólo tienes que dármela.

— Si te parece. No la traigo en la calle para que me agarren. 

— El otro era más accesible.

— Ah, ya te diste cuenta de que no soy el de siempre. Con mayor razón no te voy a dar nada aquí. Me arriesgo.

— ¡Con tu socio me entiendo bien! ¿Qué tienes que desconfiar?

— ¿Y tú me preguntas eso?

Juan calculó si podía pasársela sin su dosis habitual.

No podía.

A ver, vamos…

Mientras iban caminando, le llamó la atención que el otro guardaba sus manos en las bolsas del pantalón. Iba «ojo avizor», por si sacaba un arma o algo.

— ¿Te gusta el arte?

— Nóh… 

— Ah, veo que eres de los que piensa que el arte es para…

— Sí… Para ese tipo de gente. No me interesa.

— Entiendo.

— Acá los «compas» hacen cosas «chidas» en el barrio. Y pues uno las ve, y le gustan a uno. Pero no sé para qué sirva. A ellos les gusta hacer. Y que otros vean.

— No siempre.

— ¿Qué quieres decir?

— Existen algunos de esos artistas cuyas obras nunca las verán. Y las practican toda su vida, por el único gusto de perfeccionarse en lo que hacen. Trabajan por muchos años para convertirse no sólo ante los ojos de los demás en artistas con una técnica perfecta, sino para tener respeto ante sí mismos.

— Disculpa, pero además de que no entiendo eso, se me hace muy estúpido, por no decir…

— A ti se te lo hace… Pero para mucha gente es su razón de ser. Tanto, que si no lo hacen, sienten que se mueren.

— Pfff… Como si no hubiera mas cosas por las que vale la pena vivir.

— Ah, sí las hay. Es algo sorprendente que así como uno se puede perfeccionar en la técnica de tocar el piano, también se puede perfeccionar en otros artes. Mira.

Le mostró sus manos: maltrechas, torcidas, engurruñadas como las extremidades de un halcón mientras daban la vuelta al callejón donde le había indicado que vivía.

— ¿Tú dirías que estas manos sirven para tocar piano?

— Nel… La riegas, mi chavo. No sirven para nada.

— Te equivocas. Cuando una persona se ve impedida de hacer arte de un modo, si se tiene el mismo espíritu que se necesita para buscar la perfección, uno puede encontrar cómo darle fuerza a estas manos para que hagan muchas cosas.

— ¿Y como qué puedes hacer?

— Déjame mostrarte…

Con sus manos, arrancó la gruesa rama de uno de los macilentos árboles que crecen en el barrio y con el mismo gesto con el que las garras del halcón se aferran a algo, el hombre hizo un esfuerzo para romperla, lo que al final hizo con una potencia admirable. Y hasta entonces Juan percibió el peligro en el que se encontraba.

— Oye, yo creo que mejor vuelvo…

— No te vayas. Te dedicabas al secuestro hace años, ¿verdad?

— Sí.

— ¿Te gustaba romper manos?

— Oye, ya, deja de…

— ¿Te gustaba romper manos?

— ¡Cámara! ¿Te vas a poner al tiro?

— No. Pero parece que tú sí. Creo que quieres saber en qué arte me perfeccioné cuando me destrozaste las manos…

La lucha fue corta. La potencia de los brazos de Nicolás era insuperable para un muchacho drogadicto, de pocas luces.

El espíritu del arte vivía en Nicolás, quien con un movimiento limpio de sus manos hizo una limpia torsión del cuello de Juan para romperle el cuello con un chasquido casi sordo. Como el pianissimo de una pieza musical. Como la obra de arte de su vida.

Había aprendido el bello arte de la Muerte.

#LosCuentosDelCuervo

Vigilo tu Sueño…

Vigilo tu sueño bajo la luna roja

que besa tu alba fisonomía

con la devoción de tu sombra,

que te sigue hasta en la agonía

de aquellos días, en aquellas horas

en que el Otoño, con hojas secas teñía

el lecho donde mis manos de ti se llenan

y dejan tanta entrega como dádiva

para quien urde sueños en tus formas…

#MusaDespiadada

Hagas lo que Hagas…

— Dime porqué..,
— Porque si te duermes, ya no despertarás… ¡Hagas lo que hagas, no te quedes
dormido!
Un sopor lo invadía. Sus movimientos eran cada vez más torpes, su visión se
nublaba…
A poco, vio la luz del amanecer. Lo había logrado.
— ¡Lo hicimos!
— ¿Sí?
Un estremecimiento recorrió su cuerpo cuando al estrechar su mano, de forma
imposible, ésta tenía la consistencia de la goma y se retorcía espantosamente, y
su rostro se contorsionó de manera obscena exhibiendo un par de ojos negros,
profundos. Con una voz que salía de la base de su garganta, le dijo:
— Te lo dije…

El Sueño de la Razón Produce Monstruos

— No. ya les dije que no ¿Acaso es tan difícil de entender? No tengo ningún problema con eso. Hice lo que tenía que hacer y punto ¿Que cómo lo supe? De la misma manera que todos ustedes: yo también oigo muchas cosas ¿Qué dice usted? ¿Voces? ¿Por quién me toma? No soy una especie de esquizofrénico. Los esquizofrénicos oyen voces. Yo escucho la radio, oigo videos en Internet… Je, ¿sí se da cuenta de lo curioso que se oye? «Oigo videos en Internet» Se supone que los videos son para mirarse, no para oírse. pero en fin: ya sabe usted. Esta vida moderna.

«¿Que qué oigo? Nada distinto a lo que oyen ustedes en mi situación. Verá: hace no mucho tiempo he pasado por varias crisis. Por supuesto, quise tratar de buscar ayuda ¿Psicólogo? Mire, en algún momento lo pensé. Pero dígame usted: ¿no se supone que una persona debe sincerarse con alguien a quien le tenga confianza? Ah, veo que coincide conmigo. Entonces, dígame usted en qué cabeza cabe que le voy a platicar mis cuitas y problemas a una persona que no conozco, que no sé si me va a caer bien, y de la que no sé si le importa lo que me pasa: un amigo mío era psicólogo, y solía contar en casa de sus padres sobre algunos de los casos que tenía. Salía de dar consulta, y en casa se encargaba de contar con un aire de suficiencia las intimidades y problemas de quienes lo consultaban… Sinceramente, prefiero que las cosas que me afectan queden en mejores manos que las de individuos como mi amigo. Así que mejor me puse a buscar por mi cuenta videos que hablaban de las cosas que me afectaban… No, no es difícil: nada más pone en la línea de la búsqueda lo que usted necesita, y al instante obtiene muchas respuestas. Muchos videos. La Internet tiene una respuesta para todo.

«Sí, claro que sé discriminar información, Doctor. Sé perfectamente que no todos los videos ni todos los resultados de las búsquedas son confiables. Por eso procuro comparar la información. Y trato de elegir las mejores opciones.

«¿Cuáles? Se lo voy a explicar así: según ustedes, lo mejor para una persona es no tener cerca de uno a personas tóxicas ¿No se cansan de repetirlo? Que lo mejor para uno es alejarse de esas personas. Que si ubicas a alguien así tienes que alejarte… Claro: hay algunos que no lo tenemos fácil. Se dicen esas cosas siempre, pero no explican qué pasa cuando esas personas son tus compañeros de trabajo… Tu familia…

«Lo intenté. Claro que lo intenté. Hice lo conducente en esos casos: le pedí el divorcio. Entendí, por todas las razones que aprendí, que los celos de ella, su manía persecutoria, la forma de manipulación, el desapego que me manifestaba, su frialdad cuando estábamos juntos, su ansia de controlar mis movimientos… Y curiosamente, cuando le anuncié mis intenciones de hacerlo, fue cuando ella hizo todo lo posible para evitar que yo quisiera separarme de ella.

«Todo mundo hizo un escándalo. Ella, como de costumbre, se dedicó a manipular todo y a todos: a mis hijos les dijo que era cosa mía, que yo era una mala persona, que yo era el culpable de todo, y que ahora con el divorcio lo que yo quería en realidad era ya no ocuparme de ellos. Yo nunca había sufrido tal maltrato de mis hijos como en aquellos días en que mi esposa los había puesto en mi contra: todo lo que les pedía lo hacían con disgusto, con enojo… Me insultaban por lo bajo y por lo alto cada vez que podían, y no paraban de expresarme sus deseos de que me muriera. Hasta cierto punto, era como si fuera yo el responsable. Creo que casi llegué a creerlo. Hubo hasta uno de nuestros amigos que me sentó a hablar en una cafetería, y me reprochó que fuera egoísta, que no pensara en cómo se sentía ella, que qué iba a pasar con nuestros hijos… Y así como él, muchos de nuestros conocidos. Resultaba sorprendente que no a todos ellos les hubiera dicho algo mi esposa: varios de ellos hablaban porque sencillamente sentían que era lo correcto. Que un matrimonio no se puede acabar. Que yo no tenía derecho a hacerle eso a ella. Que yo estaba mal. Que mi deber era… ¿Cómo decían? Ah, sí: que tenía que «luchar por ella y por mi familia». No recuerdo que nadie se pusiera de mi parte. Aún mis amigos estaban en desacuerdo. Pensaban que así era en todos los matrimonios…

«A ninguno de ellos le era importante saber cómo me sentía yo. No les importaba saber cómo es que había llegado a esa decisión. Y, sin embargo, yo seguía ahora hasta leyendo muchas cosas sobre la manera de sobrellevar las dificultades del matrimonio, así como la forma en que uno tenía que buscar sentirse mejor, ¡nunca me imaginé que hubiera tanta literatura sobre el tema! ¡En verdad que cuando me di cuenta, me sentí abrumado! ¿Qué tal si no leía el libro adecuado, el libro que me ayudaría a que, finalmente, pudiera ayudarme a mí mismo?

«Y, sin embargo, yo seguía leyendo y viendo y escuchando en todas partes que era necesario que en mi vida yo hiciera ese cambio. Pero resulta que mientras todas las recomendaciones que yo leía, veía y oía se supone que eran las correctas, ¡lo que vi es que la gente tiene una forma muy distinta de pensar! Cierto: toda la gente piensa que lo correcto es mantener la familia, tener buenos valores, ser abnegado… Pero por otro lado, se nos pide que hagamos lo que necesitamos: ser libres, vivir sin problemáticas que nos afecten, respetar la forma de vida o de elecciones que tengan los demás… Pero nadie podía respetar las elecciones que quería hacer. Nadie comprendía que necesitaba mi libertad para sentirme mejor, que deseaba deshacerme de los problemas, que yo no tenía ningún problema con las elecciones de ella, o incluso de los niños. Si al final ya no volvíamos a vernos, ¡estaba bien! ¡No tenía problema con eso! Pero, ¿porqué nadie podía respetar mi elección? ¿No acaso se habían cansado de decirme por todos los medios que era necesario para evitarme un daño?

«A ver: usted es un experto en estos temas. Creo que ya le ha quedado claro que tengo daños severos en mi autoestima, estoy desorientado en cuanto a la actitud que debiera tener para con los demás, tiendo a la auto-represión, tengo ansiedad social, siento mucho temor ante varios tipos de situaciones conflictivas, tiendo a ser demasiado duro y demasiado exigente conmigo mismo, siento que yo tengo la culpa de todas las cosas… ¿En realidad se le hace insólito que al final lo haya hecho? ¿No cree, por el contrario, que en realidad era lo único que podía hacer?

«¡Explíquemelo! ¡Durante todo el proceso me han dicho que necesito ayuda, y hoy que por primera vez lo estoy contando tal como fue y tal como lo viví, la única persona que podría proporcionarme respuestas no puede decirme nada! O no quiere decirme nada. Por eso -y se lo dije antes- , por eso no consulto psicólogos, ni psiquiatras… No confío en ellos. Suelen callarse cuando necesita uno que hablen, que le digan qué es lo que pasa, qué es lo que está mal, qué es lo que sucede con uno…

«Ustedes hacen experimentos con ratas, ¿verdad? Para averiguar algunos aspectos del comportamiento humano. Dígame qué cree que puede hacer una rata cuando le cierran todos los caminos que debe recorrer en un laberinto. O se ve obligada a andar en el laberinto toda la vida, o busca una salida. Por algún lado. En cualquier parte. Exacto… Era buscar una salida, o dejarse morir. Y… ¿Sabe? La supervivencia es un instinto básico. Cuando todos los muros y paredes se vuelven obstáculos en tu camino, lo mejor que puedes hacer es considerar que no son obstáculos, sino que son parte del camino. Son parte de ese sendero que tienes que recorrer para llegar a un lugar. Sobreponerte a esas dificultades es lo que te va a llevar a superar esas dificultades…

«Y… ¿Sabe? Es cierto. Me siento satisfecho. Es cierto que cuando te has librado de las personas tóxicas en tu vida, uno se siente liberado. Listo para crecer personalmente. Empezar de nuevo la vida. Sí. Ya sé que la voy a empezar en otro lugar, pero finalmente es empezar de nuevo… Y eso es un aliciente que nadie pudo darme, ni comprender. Era suficiente con que me permitieran hacerlo. Que me permitieran ser libre. Que me dejaran seporarme de ella…

«¿Monstruo? No parece muy científico que usted me califique así con esa palabra. Sí, entiendo lo que hice. tal vez lo entiendo mejor que usted: donde usted ve el asesinato de una familia entera, yo veo la libertad que se me negó a buscar. Que me negaron todas las personas a mi alrededor, obcecadas en buscar que las cosas «marchen bien», como se supone que deben ser, en lugar de mirar lo que son… Si yo soy un monstruo por eso, es porque he tenido una buena escuela en esta sociedad, amigo mío. Y no. No culpo a nadie. Asumo las responsabilidades de lo que hice ¿Arrepentirme? ¿De qué? Sencillamente me limité a ser congruente con las cosas en las que creo. Y creo que yo merezco una vida mejor. Libre,. Sin la ataduras que la gente le pone a una persona que desea sencillamente vivir de otro modo. Y de algún modo tenía que lograrlo…

«¿Remordimientos? No. Ninguno. Sencillamente, creo en la razón. Y al razonarlo, ¿no era lo más lógico? ¡Dígame! ¡Dígamelo!»

El Doctor Gabriel Reyes meneó la cabeza. Hizo una seña, y pidió salir del cuarto de interrogatorio.

En efecto. Todo tenía sentido. Pero, ¿porqué tuvo que terminar con una familia masacrada a escopetazos? ¿Qué es lo que produce esos monstruos? ¿La sociedad? ¿La razón? ¿Un momento de locura…? ¿Un mal día…?

Lléveme Usted…

Lléveme usted por los caminos
a donde pueda llegar a esas rutas
que prometen llevarnos a los destinos
donde la carne sólo es una,
donde se yerguen las columnas
de su templo anhelado;
desgaste, y provóqueme los labios,
y mis labios le regalarán el placer deseado.

Terror Infinito

Finalmente, mi cápsula se desprendió de la última fase impulsora.

De acuerdo al plan, debo comenzar a orbitar la Tierra. Si no, permanecería girando así hasta el fin de… No quiero ni pensarlo…


Siento frío ¡Es imposible! A menos que…
Sí… Algo falló… Estoy orbitando nuestro satélite. La comunicación se perdió… La Luna me sonríe, macabra… Y ahora miraré su sonrisa para siempre…

Los Cañones del Silencio

Cuando la carga estalló, saliendo disparada desde la garganta de hierro del cañón, ya no escuchaba el estruendo. Habían disparado tantas cargas, que el sonido había terminado por ensordecerlo. Una tras otras, la huida de la 3a. División de Infantería había sido eficazmente cubierta por los cañones, que no cesaban de vomitar el fuego necesario para poner un velo de fuego entre sus enemigos y los integrantes de la División, que esperaban replegarse a la ciudad. No había manera de detener a todos los hombres que en campo abierto tenían muchas oportunidades. Esperaban contenerlos en la ciudad: se colocarían en todas las entradas de la misma, y no les permitirían pasar.

Los civiles habían sido desalojados oportunamente. Lo que quedaba en el suelo eran los restos de su desordenada y abrupta huida: un oso de felpa, una maleta de la que asomaban prendas de vestir usadas, un marco con el retrato de un joven… Pero lo importante era el Distrito Norte: ahí se encontraban el último suministro de combustible de la ciudad, y que sin duda era lo que necesitaban las tropas que avanzaban de forma lenta, pero segura.

Los cañones eran sólo una de las opciones a que podían recurrir en su situación, pero poco a poco iban siendo cada vez menos útiles. Habían comprendido que no eran muchos los supervivientes de la 3a. División, encargados de la defensa. Y el ataque enemigo era más organizado: avanzaban de forma aleatoria, quizás agrupándose por comunicación, -de la que ellos ya carecían, pues su señal había sido interceptada-: avanzaban unos, se detenían. Avanzaban otros, después, y eso dificultaba la labor del cañón: dejaban muchos espacios, y no era posible adivinar las posiciones de los que se detenían para apuntarles con precisión.

Se desplazó, una vez más, con el cañón, y no dejaban de cargarlo: tenía la desventaja contra los cañones automáticos de no disparar repetidas veces. Pero las flores rojas que brotaban de la tierra cada vez que éste hacía blanco demostraban que la utilidad de éste seguía siendo un buen recurso para disuadir a sus perseguidores.

Daniel se apartó el sudor de la frente, antes de que le cayera en sus ojos. La sal del sudor le ardía cuando le caía en éstos, así que evitaba que eso sucediera. Incapaz de hacerse escuchar de sus compañeros, les indicaba por señas que se movieran velozmente, con disciplina, para retroceder ordenadamente hacia la ciudad. Cuando lo hubieran logrado, tenían la misión de proteger el suministro, que era una estación de gasolina resguardada en un cuartel militar. En ella habían repostado todos los vehículos que habían partido a los desérticos alrededores de la ciudad. Y la capacidad del depósito era grande. No había otro en kilómetros a la redonda, y mientras más se adentraba el enemigo al territorio, más necesitaba el combustible. Si lograban llegar a él, todo se habría terminado.

Daniel jaló junto con sus compañeros el cañón para llevarlo al siguiente puesto. Ya no podían. Ciertamente sólo les había sido asignado el cañón, pero era agotador estar acarreando aquella mole de hierro por lapsos cada vez más frecuentes, y a la vez procurar defenderse a sí mismos.

Finalmente se hallaron en el Cuartel Militar del Distrito Norte. Una especie de sonido semejante al rumor del mar invadió los oídos de Daniel, quien descansaba del estruendo del arma que estaba operando. Le parecía que estaba lejos del mundo, por la sensación que le brindó a sus oídos esa especie de rumor sordo. Le parecía estar escuchando otros sonidos.

Gente llorando.

El zapateo incesante de cientos, o de miles de personas.

Los gritos desesperados de personas corriendo.

El ensordecedor rumor de la alarma.

Daniel no comprendía bien: todo eso ya había sucedido. Es lo que había escuchado cuando se anunció el ataque, y los llevaron a la posición que tenían que ocupar. Pero ahora, en ese momento en que no disparaban, escuchaba dentro de su cabeza los sonidos de las cosas que habían pasado.

Y menos comprendió, cuando en medio de la sordera que le había provocado la operación del arma y los estallidos de las cargas que lanzaba el enemigo, le pareció escuchar también risas. Eran su propia risa, y la de sus amigos en el cuartel.

Recordó cómo había crecido con ellos, cómo compartió tantos momentos… Le pareció que se reía como lo había hecho minutos antes, cuando bebían una cerveza sin tener idea del infierno que iba a desatarse después. Y le tocó ver como varios de ellos, con quienes había tomado la última lata de cerveza que beberían, habían sido sembrados por las cargas enemigas en el suelo: sin comprenderlo, a uno de ellos lo vio tratando de reptar con sus manos, mientras sus piernas se quedaban atrás. Y también hubo de observar, aparentemente impávido, cómo uno de sus compañeros le descerrajaba un piadoso tiro en la nuca. Aparentemente, porque dentro de sí, recordó lo que la gente siempre decía del «horror de la guerra». Y de la forma tan pretenciosa cómo pretendían describir el ambiente de un campo de batalla. Daniel sonrió amargamente: en su ignorancia, ellos podían ser felices. No tenían idea…

— ¿Qué tienes, Daniel?

Su voz se oía lejana.

— Nada, nada… Es que no oigo bien…

— Ahora se te pasa…

Pero su mente se había aislado por la sordera. Al estar todo tan lejos para él, podía refugiarse en sus reflexiones, que le llegaban justamente como sonidos en su memoria. Recordaba los sonidos de la ciudad: el bullicio de los parques, el sonido del trajín diario, los pregones de los vendedores de la calle… Era como una sinfonía cuyos instrumentos recordaban lo que había sido la ciudad en que había crecido. Una pieza orquestal de todo lo que le daba vida a una ciudad se reprodujo en su cabeza, y eso le trajo momentáneamente las visiones de todo lo que había vivido en ese lugar.

Cerró los ojos.

Volvió a ver por un momento las calles llenas de gente. Cuando salía de casa para ir al cuartel, tomaba el transporte y recordaba más bien que todo ese bullicio le molestaba. Y ahora que la ciudad estaba muda, solitaria, y que sólo el mumullo lejano de la metralla era el único amenazante sonido que se escuchaba, Daniel sintió que le escocía el sentimiento. No sabía bien porqué. Le producía un gran desánimo el comparar la imagen en su mente, y lo que veía ahora que las brumas de la sordera se desvanecían.

Sabía que su familia también había abandonado la ciudad. O al menos quería confiar en eso. Les había explicado siempre qué tenían qué hacer al escuchar la alarma. Nunca imaginó que su familia tendría la necesidad de hacerlo. Y él nunca imaginó perder, de un momento a otro, todo lo que representaba su existencia. Todo lo que eran sus días cotidianos: personas, sonidos, visiones, escenas…

— ¿Nadie más va a venir?

— No. Sólo nosotros pudimos librar un cerco. Lo último que me dijeron es…

— …Que ellos vienen para acá.

Lo sabía. No iban a poder detenerlos. Para eso, necesitaban más unidades. Y poco a poco las habían aniquilado. Cuando ellos se retiraron a la ciudad, no vieron a muchas otros regimientos. Y con seguridad, sólo ellos eran los que habían podido llegar al Distrito Norte.

Estaban solos.

La ciudad parecía más desierta a cada minuto. La ciudad en que había nacido parecía ahora un cementerio. La ciudad sólo tenía voces lejanas que sólo Daniel escuchaba. Eran la voces de las personas con las que había crecido y había compartido una vida. Los escuchaba. Le pedían que no dejara que los enemigos invadieran la ciudad. Su mamá, con todas las oraciones que entonaba y que le hacía rezara su hijo antes de salir; su padre, con aquella amigable palmetada en la espalda… Su hermanito, con la ilusión de cargar «un fusil igual de grande» que el de él. Su hermana, que le había regalado aquel muñeco con la efigie de un soldado que se parecía a él…

— ¿Qué hacemos?

— No los vamos a dejar llegar hasta acá para reabastecerse…

Daniel sacó el pequeño soldado de plástico y lo sostuvo entre sus manos. Lo apretó hasta que le dolió la palma de la mano.

— Váyanse. Les voy a dar tiempo de que evacúen.

— ¿Qué vas a hacer?

— SI todo sale bien, los veo. Carguen el cañón. y si todo sale mal… Guarda esto.

Le dio el pequeño soldado de plástico. Y se marcharon a toda carrera.

Él esperó. Las voces seguían hablando. Apuntó el cañón hacia el contenedor del combustible. Recordó a los rusos, quienes quemaban los pueblos antes de permitir que Napoleón y sus tropas los invadieran. Y quiso llorar. Pero no pudo. No le salieron las lágrimas. Sólo sintió que algo se le rompía en el pecho.

Disparó la carga.

Un nuevo amanecer de color carmesí retumbó brutalmente al volar la reserva de combustible en el Distrito Norte, y en todos los rincones de la ciudad se escuchó la explosión. La ciudad cuya defensa le había costado la vida a tantos soldados… La ciudad cuyas bocas había cerrado la guerra con los cañones del silencio…